domingo, 31 de octubre de 2010

UNA NOVELA PARA DISFRUTAR


ARQUELOGÍA DE UN RETORNO

Novela
2
© Ernesto Langer Moreno
 
© De la presente edición, ediciones escritores.cl
Registro:
ISBN:
Diseño de portada: Swen André Langer Fernández
Derechos reservados
Abril 2008
Impreso en Chile / Printed in Chile
Web del autor: www.escritores.cl/elanger
3
Dedicado a
Alejandro Vallarino Estay (Q.E.P.D.)


Capítulo uno
A Martín Fernández la caída de la noche le
hizo recordar los duros días de invierno en
Europa, en una ciudad de provincia, donde a las
seis de la tarde todo está oscuro, frío y solitario.
Pero pasaban de las ocho y las calles se veían aún
llenas de gente, con estudiantes uniformados y
juguetones, con personas que pasean sus
mascotas mientras fuman un cigarrillo, con
muchos autos circulando.
Entonces pensó que el bullicio del tráfico lejos
de molestarle, le atraía. Toda esa acción nocturna
le resultaba agradable, liberadora, como si viniera
de un convento donde lo hubiesen tenido
encerrado en silencio durante muchos años.
Nada es igual –se dijo– y se estremeció
pensando en los diez años de su vida vividos tan
lejos de su patria, sus costumbres y los suyos. Sí,
de los suyos, aquella gente más alegre y
entusiasta, con el alma graciosa, llena de
imaginación. Del diarero que vende sus
periódicos y grita en una esquina, mientras
bromea ofreciéndolos entre los autos detenidos
por el semáforo. O de aquel otro personaje que
ofrece rosas rojas esperando encontrar algún
enamorado que meta su mano al bolsillo y
compre su perecedera mercancía hecha de tallos y
hojas.
Es tan diferente –reflexionó–, mientras sentía
cómo el alma casi se le escapaba del cuerpo. Ver
aquel alboroto callejero lo conmovía
profundamente. No había allí gente impertérrita y
aburrida transitando como si los otros no
existieran; extraños hablando un idioma diferente.
Por fin podía respirar el aire de su patria. Era
como haber cambiado de pronto de dimensión y
de piel. Algo soñado por mucho tiempo, guardado
celosamente en su corazón. Un aire distinto.
De nuevo en mi casa, es lo mejor que me ha
pasado –se dijo.
El taxi se internó finalmente por las estrechas
callejuelas de la comuna de San Joaquín que lo
llevarían hasta la casa de su madre donde se
hospedaba desde hace un par de días. El auto, un
viejo Peugeot del año setenta tenía un enorme
tajo que dejaba ver la espuma de relleno como si
fueran las tripas de un acuchillado. El chofer era
un hombre joven que sonreía cada vez que le
dirigía la palabra. No tenía la facha de un cho fer
de taxis europeo y seguramente su taxímetro
estaría arreglado, pero lo sabía de los suyos y en
ese momento era lo que más le importaba.
Mientras lo veía conducir reflejando sus ojos
en el espejo retrovisor buscó el botón para bajar
un poco el vidrio y se encontró con una de esas
viejas manivelas que lo obligan a uno a ejercitar
su brazo, dándoles vueltas y vueltas. Le dio
varios giros y luego, por un momento, sacó la
cabeza para sentir el viento de la noche en la cara
y disfrutarlo.
Menos de cinco minutos después el auto
transitaba por lugares conocidos; el grifo amarillo
a la izquierda, luego el pasaje y nuevamente a la
derecha hasta llegar a la casa. Conocía el camino
de memoria, nada había cambiado, esos eran los
pasajes de sus correrías cuando joven, las
esquinas donde se reunía con sus amigos a
conversar y fumar marihuana a vista y paciencia
de todo el mundo, con desenfado. Ahora le
parecía irresponsable. Pero por entonces fue su
rutina diaria, su manera de disfrutar una
placentera y alocada juventud.
Martín se despidió a través de la ventanilla y,
respirando fuerte, como si quisiera llenarse los
pulmones de un espíritu familiar, dio unos pasos
hasta abrir la reja de la casa, un esqueleto de
fierro rechinante.
–Por fin llegas –dijo Cristina, mientras lo
abrazaba y daba besos sin ocultar la alegría de
tenerlo junto a ella otra vez. Para eso había
esperado durante años. Porque una madre, según
dijo, tiene que aprovechar cada momento como si
fuera el último, sobre todo si su hijo vive lejos y
no lo ve todos los días.
Antes de liberarlo de su abrazo le dijo:
–Te llamó el Pato Mancilla, dejó un número
de teléfono para que lo llamaras esta misma
noche. Dijo que te esperaba con una magnífica
sorpresa.
Ah, sí, el Pato –pensó–, el Pato. Qué será de
ese compañero de curso y de juerga, loco de
remate, falto de escrúpulos, mujeriego
empedernido, pendenciero. Todo eso lo tenía más
que claro, pero al fin y al cabo era su amigo.
Cosas como las que pasamos juntos –se dijo– no
son fáciles de olvidar: los carretes, las pichangas,
las conversaciones interminables, las mujeres.
En un principio se habían escrito, pero
rápidamente las cartas se fueron distanciando,
hasta que los envíos cesaron. Lo último que supo
de él era que estaba a punto de separarse de Lucy,
su esposa, quien ya no aguantaba su desfachatada
afición por las mujeres y el trago.
Seguramente no ha cambiado nada –se dijo– y
al enterarse de su llegada lo estaba llamando para
invitarlo a carretear. Le dio las gracias a su madre
con un beso en la mejilla.
–Después lo llamo. Ahora quiero darme una
ducha.
Tomó el papel donde estaba anotado el
número de teléfono de su amigo, lo guardó en el
bolsillo y se quitó la chaqueta para dirigirse al
baño.
Todo iba muy rápido, sin que hasta ese
momento pudiera hacer siquiera una pequeña
síntesis de lo que le venía aconteciendo. Durante
la ducha de nuevo pensó en lo extraño y
sorprendente que le parecía su país. Se había
impresionado ya al llegar al aeropuerto y
atravesar la ciudad encontrando las calles sucias,
grises, los autos viejos y la locomoción colectiva
desordenada y agresiva. Esa fue su primera
impresión. Tan diferente al orden y limpieza del
lugar de donde venía. Pero también lo había
impresionado el hecho de que se hablara en las
colas; en las colas del pan, en las colas de la
parafina y hasta en las colas de los bancos.
Aquí en Chile –pensó– todos hablan con todos
sin conocerse. No recordaba esa costumbre
popular en la que basta cualquier pretexto para
entablar rápidamente una conversación. No
existía algo así en Saint Brevins les Pins, donde la
gente era más bien retraída, encerrada en sí
misma.
Allá las filas eran silenciosas y aburridas. No
había comparación.
Cuando salió de la ducha le pasó la mano al
espejo para quitarle el vapor y poder peinarse y
afeitarse, porque quería estar impecablemente
limpio. Aún no sabía para qué, pero sentía como
si ese solo acto le augurará algo positivo. Por
alguna razón todo en su interior se agitaba
ansioso, llenándolo de un enorme y agradable
presentimiento.
Apenas le habían aparecido unos vellos casi
imperceptibles, pero igual decidió afeitarse
sintiendo que por mucho que se hubiese afeitado
en la mañana ya su rostro le parecía una lija.
Quería tenerlo verdaderamente suave y limpio,
preparado para cualquier acontecimiento.
Pasadas las diez de la noche sonó el teléfono
mientras Martín y su madre conversaban
plácidamente, sentados en la pequeña sala de
estar alumbrada apenas por la luz amarilla de una
lámpara de mesa. Ella se levantó a atenderlo.
Antes de partir encendió otra lámpara y dejó a
Martín mirando un alto de fotos familiares.
Desde la pieza escuchó a su madre riendo y
hablando sobre él con alguien al otro lado del
auricular. Trató de averiguar quién era atendiendo
a las palabras entrecortadas que percibía, aunque
no logró hacerlo. En realidad aquello no tenía
ninguna importancia, porque después de todo era
normal que la familia llamara para preguntar
sobre su suerte. Seguramente sería alguna tía que
enterada de su llegada intentaba ponerse de
acuerdo para hacerle una visita. Nada más. No
pudo sin embargo evitar sentir un poco de
curiosidad y tuvo que esperar a que su madre
volviera para enterarse de quien había llamado.
Cristina volvió a la sala contenta, haciendo
gestos graciosos con las manos, y se sentó a su
lado en el sofá.
–Era la Chelita, ¿te acuerdas de ella?, la prima
de tu padre. Supo que habías llegado. Quiere
venir y presentarte a Marilú, su hija. Me contó
que la niña quiere viajar y que le sería muy
conveniente conversar con alguien de más
experiencia como tú. Es linda –acotó–. Le dije
que viniera mañana a almorzar. Espero que no te
importe.
–No, no me molesta –respondió.
Un rato después golpearon a la puerta. Esta
vez Martín se puso de pie y fue a abrir. Apenas lo
hizo se encontró frente al Pato Mancilla un poco
más moreno de como lo recordaba luciendo una
sonrisa enorme y con sus brazos abiertos de par
en par. No había cambiado mucho, tal vez se veía
un poco más grueso y más viejo, pero al parecer
el mismo espíritu chacotero y travieso de su
juventud permanecía intacto. Era el primer amigo
con el que se encontraba después de tantos años.
El abrazo casi lo asfixia. Sabía que la gente de
su pueblo era mucho más extrovertida y cariñosa
de lo que sus anfitriones franceses lo tenían casi
acostumbrado, pero ese afecto impetuoso lo hizo
sentir un poco incómodo.
En Francia lo acogieron a su manera, un modo
de ser que había aprendido y compartía en la
práctica, pero que sin lugar a duda era, siempre lo
pensaba, más calculador y frío, impersonal y a
veces hasta apático.
Sin embargo él había entrado en ese juego,
cambiando su modo de ver las cosas,
mimetizándose, actuando igual que esos europeos
más prácticos e independientes que los
latinoamericanos, y a quienes les cuesta expresar
a menudo el cariño hacia sus semejantes.
–¡Pero si estás igualito, ni siquiera un pelo
menos o una cana! –le dijo Pato mientras duró el
cerrado abrazo–. Compadre –continuó–, esta
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noche nos reventamos porque le tengo preparado
como bienvenida un panorama inigualable.
–Espera, conversemos un poco antes, saluda a
mi madre –respondió–, impresionado todavía por
aquel efusivo encuentro. Tenía que averiguar
primero los planes de su amigo, no fuera a ser
ésta otra de sus locuras.
Cristina le ofreció un café y éste aceptó.
Durante todo el rato Martín lo notó inquieto, no
paraba de hablar y de fumar. Parecía ser el mismo
Pato de hace diez años, acelerado y ansioso. Muy
pronto estaba tomando su tercer café y entre
conversación y conversación, de pronto Cristina
se despidió para dejarlos tranquilos.
Hay que permitir que se encuentre con sus
amigos, que salga a redescubrir el Chile que tanto
añoraba, para eso vino. A lo mejor le gusta y se
queda –pensó Cristina–, y se marchó con el
pretexto de que tenía algunas cosas pendientes.
Una vez solos tomaron unos sorbos de café en
silencio, durante un par de segundos y...
–No más palabras –dijo de repente el Pato–, lo
tomó del brazo, le pasó su chaqueta que estaba
colgada en el respaldo de una silla y se lo llevó.
Afuera la noche estaba embarazada de estrellas
y Martín respiró profundamente, después de
acomodarse la chaqueta.
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Capítulo dos
Marilú tenía fama de complicada. Los
hombres eran fácilmente atraídos por su belleza
exótica, por su pelo ondulado, atado siempre con
finas cintas de colores. Sus ojos azules, la ropa
que vestía siempre ceñida al cuerpo, más una
especial alegría y gracia femenina, los
deslumbraba. En verdad eran encantados, pero
luego de conocerla mejor cambiaban de opinión,
a causa del modo tan extraño que tenía a veces de
comportarse.
Joven, linda e inteligente, ya había hecho
varios intentos por encontrar su camino en los
estudios: bachillerato, fotografía, periodismo y
cursos de un cuantohay que no habían logrado
hacerla llegar a buen puerto. Corriendo el tiempo
se había vuelto un picaflor de los estudios.
En todo caso lo que le interesaba ahora era la
poesía. Le gustaba escribir y se atrevía a hacerlo,
combinando esta nueva afición con largas
sesiones de lectura que la habían convertido en
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una verdadera devoradora de libros. Debido a
esto mismo se había ido apartando aún más de la
gente y su ya conocida insatisfacción por las
cosas iba creciendo, incubando en su espíritu un
carácter todavía más difícil y complicado que el
habitual.
Me importa un bledo –se decía– lo que otros
piensen de mí. Cada uno debe buscar su propio
camino, por difícil que parezca. Yo no voy a ser
igual a esas que sueñan con encontrar un buen
partido, casarse y formar una familia, para
después darse cuenta que son esclavas de sus
responsabilidades y que no han hecho nada de lo
que hubieran querido. Yo quiero salir y conocer
el mundo, ir a Europa, vivir en una buhardilla en
un viejo edificio de París donde hagan nata los
artistas, y escribir, escribir y escribir hasta que me
dé puntada.
En ese pensamiento estaba cuando entró a la
pieza su madre, a contarle que había hablado con
Cristina.
–¿Y que no era medio raro ese tipo?
La Chelita no respondió.
Claro que era raro –pensó después la Chelita–,
si nunca se supo porqué de la noche a la mañana
se fue del país. Algunos decían que estaba metido
en política con esos comunistas que ponían
bombas durante el gobierno militar, y que se
comían las guaguas. Aunque a ella eso no le
constaba en lo más mínimo y sus padres lo
negaron desde un principio.
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En todo caso había quedado siempre una
sombra de duda en torno suyo. Un misterio que
tal vez ahora sería el momento de aclarar.
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Capítulo tres
El barrio alto de Santiago lucía su habitual
decoro de grandes avenidas y letreros
publicitarios iluminados. Grupos de jóvenes se
apiñaban a la entrada de las discotecas y el
ambiente era festivo.
A Martín le pareció que este sector de la
ciudad se parecía mucho más a un barrio europeo
de lo que él hubiera imaginado. Era como si en
ese momento descubriera que existían dos Chile:
uno moderno, limpio, iluminado, decoroso y
próspero; y otro rasca, sucio, estancado y
pobretón.
–¿Cómo estás encontrando Chile? –le
preguntó Pato.
–No sé, cambiado.
–Sí pues, harto cambiado, nada que ver como
cuando estaban los milicos. Ahora estamos en
d e m o c r a c i a –pronunció lentamente,
gesticulando–. Ahora no hay toque de queda, pero
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hay poca plata, se la han robado toda. Aunque no
falta donde ni como pasarlo bien –concluyó.
Pato pensaba conocer bien a Martín y no creía
que hubiese cambiado. Aún lo veía como uno de
sus compañeros de parranda. Sabía que no era un
mojigato, por eso estaba seguro que no se iba a
alarmar con el panorama que le tenía preparado.
Sobre todo le van a gustar las minas –se dijo– de
eso estoy seguro. Sé que después me lo va a
agradecer.
En la Villa el Dorado, al final de Vitacura, el
auto se detuvo frente a una casa color blanco
cercada por una reja de madera a mal traer. El
jardín se veía descuidado y algunos de los
pastelones de la entrada estaban sueltos.
Martín observó a alguien mirando por la
ventana, detrás de las cortinas, y enseguida
escuchó abrirse la puerta de la casa.
Pato lo instó a entrar y cuando lo hizo éste ya
tenía abrazada a la Piti, una mujer rubia,
cuarentona y a juzgar por sus gestos, coqueta. La
besaba y le tenía sus dos manos puestas en el
traste desde donde la empujaba atracándola
contra su cuerpo.
–Este es mi amigo Martín, del que te he
hablado, viene llegando de Francia.
–Comment allez vous, monsieur? –dijo ella en
un muy mal francés. Martín le sonrió y la besó en
cada mejilla a la usanza francesa.
–¿Cómo va la cosa? –le preguntó Pato a la Piti.
–Vienen en camino, llamaron hace un rato,
pero igual, yo tengo algo.
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–¿Y la Florencia?
–También está que llega, no te preocupes.
Después de escuchar aquel breve diálogo,
Martín intuyó que en ese lugar se jugaba con
fuego, pero continuó como si nada. Se imaginó
estar viviendo aquellos viejos tiempos de
juventud en que el riesgo y la aventura eran lo
más importante.
¿Acaso no era para eso que había vuelto a su
país, a reencontrarse consigo mismo, a recordar y
tratar de entender la línea ya trazada de su vida?
Esa juventud perdida era también parte de su
historia; además, ¿quién podría certificar que no
seguía todavía perdido, solamente que con más
tristezas en el alma y unos kilos de más en el
cuerpo? Aquello le resultaba diferente y no tenía
por qué ser pecado portarse un poco mal. Después
ya vería –se dijo.
La decoración era extremadamente sencilla,
con muebles de mimbre y algunas imágenes
como las del che Guevara, Mahatma Gandhi y
Jesucristo colgadas en la pared. En las ventanas
unas cortinas de crea cruda con algunos vuelos y
en el piso alfombras artesanales. Lo invitaron a
sentarse en torno a una mesa de madera hecha de
palos quemados, con sillas de estilos diferentes, y
antes que alguien pudiera decir algo Pato dibujó
varias líneas de polvo blanco sobre la mesa
separándolas unas de otras con una tarjeta de
crédito. Luego, como para dar el ejemplo, tomó
una hoja de papel que enrolló haciendo un
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pequeño tubo con sus dedos y aspiró el polvo de
una de las líneas dando una fuerte inhalación.
–Dale que es de la buena –le dijo.
Por curiosidad Martín no rechazó la invitación
e hizo lo mismo, llenando sus pulmones de la
poderosa diosa blanca.
Después le tocó el turno a la Piti quien lo hizo
lentamente, estremeciéndose entera cada vez que
lo inhalaba.
Para sellar el despegue siguieron unos vasos
de pisco y unos pitos de cogollos verdes,
enormes, que Martín no había visto hace mucho,
pero mucho tiempo.
–Ya va a llegar la Florencia, amigo mío –le
dijo Pato, ahora mucho más acelerado que antes,
con la lengua pastosa y los ojos saltones, mientras
fumaba tomando pequeños y repetidos sorbos de
pisco.
–Piti.... ¿a qué hora dijiste que iba a llegar la
Florencia?
Una hora más tarde aún no llegaba Florencia y
se habían acabado el pisco, los pitos y la coca.
Piti hizo varios llamados por teléfono en los que
no logró comunicarse y Pato se veía más nervioso
fumando un cigarrillo tras otro.
Martín comenzó a sentirse un poco mal.
¿Quién lo había mandado después de todo a
meterse en ese asunto? –se preguntó, y deseó
estar lejos.
Esa parecía ser la historia de su vida. Estar en
algún lado sin querer estarlo y verse
imposibilitado de cambiar su situación. Recordó
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entonces las noches de angustia de los primeros
años en Francia, cuando anhelaba poder volver a
su país, sin poder decírselo a nadie, solo en el
silencio espantoso, a tantos kilómetros de
distancia, sintiéndose impotente, desamparado en
tierra extraña, aguantando como un hombre esa
angustia mientras las lágrimas rodaban por sus
mejillas. Además, el Pato y la Piti se pusieron
cariñosos de repente y sintió que estaba de sobra.
Quiso entonces salir arrancando de esa casa,
disparado hacia cualquier otra parte, pero sin
embargo apretó fuerte el cojín que tenía a sus
espaldas, como si su mano fuera una garra que
aprieta una presa, y resistió.
Pato se dio cuenta que su amigo no estaba bien
y no halló nada mejor que maldecir a esos
estúpidos que no llegaban con el paquete, y a esa
Florencia que ¡quién sabe qué chuchas le pasó!
Tomó de nuevo a Martín del brazo, como lo
había hecho antes en la casa de su madre, y lo
llevó a la calle donde se sentaron en la cuneta
bajo la luz de un farol. No quería por ningún
motivo que su amigo se aburriera, quería que
recordara aquella noche con alegría. Pero
tampoco podía irse y dejar botado el negocio. Lo
mejor era tomar un poco de aire, así que encendió
otro cigarrillo y escupió el humo hacia las
estrellas de esa noche.
No se habían contado mucho, pensaba que
referirle su desordenada y tormentosa vida sólo le
aburriría. Muchas veces se había preguntado el
porqué no partió con él a Francia. Por miedo tal
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vez, o porque la Lucy todavía lo amarraba en ese
tiempo. Se quedó en Chile sin ninguna
explicación convincente. Mil y una vez había
pensado que por eso mismo era un idiota.
Mientras, Martín gozaba de los beneficios de una
nación que a sus ojos además de ser antigua, con
una gran historia, era económicamente poderosa y
extremadamente culta.
Por eso también había dejado de escribirle,
porque no tenía cosas interesantes que contarle,
como las que Martín le relataba en sus cartas.
Cosas extraordinarias, entretenidas, novedosas,
mientras él sólo podía contarle de la represión, de
los milicos en las calles, del general amenazando
a la gente por la televisión.
–“¡Y al que no le guste...!”
Después se metió en la droga y pensó que
aquello era aún menos digno de contarse, así que
no continúo escribiendo. Mientras pensaba todo
esto, sacó de su billetera un papelillo de último
minuto, cogió un poco de coca con la punta de la
misma tarjeta de crédito que había usado antes
para separar las líneas y se lo ofreció a Martín:
–Toma, con esto te vas a sentir bien.
Luego caminaron, porque no hay nada mejor
que caminar y fumar por las calles en silencio
mientras la mente corre a un millón de
revoluciones por segundo y los dientes
permanecen apretados, imposibles de relajar.
Llegaron a Vitacura, donde se veía aún
bastante agitación. Autos que circulaban con
jóvenes sacando la cabeza por la ventanilla,
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víctimas de una evidente intemperancia. Mujeres,
o tal vez travestis, que esperaban algún cliente
solapados en una esquina, dejándose ver cada vez
que un auto reducía la velocidad. Una que otra
micro y varios taxis a la caza de algún nocturno
pasajero.
En esa caminata nocturna y bien drogados el
Pato se sinceró. Le contó que estaba metido en el
tráfico de coca y que tenía ahora un círculo de
amigos muy importante a quienes proveía
continuamente. Le contó también que con Lucy
hacía tiempo que ya no pasaba nada, que ella
vivía sola con el Patito, después de haberlo
engañado con un futbolista. Aunque él no le
reprochaba nada en absoluto, ¿cómo podría
hacerlo?, si su engaño fue uno contra cientos que
él tenía a su cuenta. Además que ya era tarde para
arrepentimientos y reconciliaciones. A esas
alturas de la vida cada uno intentaba rehacerla a
su manera.
–No es una vida buena –le dijo–, al menos no
como la tuya, Martín. Qué bueno que estás aquí –
remató, dándole una buena chupada a su
cigarrillo.
Pero, ¿estaba allí?, ¿realmente estaba allí? ¿No
había sido de repente transportado nueve o diez
años en el pasado, al escuchar que su amigo
consideraba que su vida, la suya, era buena,
correcta y atinada?
Su vida también había sido dura. Qué sabía
Pato por lo que él había pasado siendo un
extranjero tratando de instalarse sin siquiera
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entender lo que se dice, a la buena de Dios,
viviendo de la caridad de organismos
internacionales, compartiendo en hogares
especiales para refugiados junto a orientales que
llenaban los pasillos de olores insoportables, y
donde había que hacer caca en cuclillas porque
los inodoros eran asquerosos.
Pero no le estaba permitido sincerarse con su
amigo, debía callar si quería seguir siendo un tipo
respetado por su familia y por aquellos que lo
conocían. No le sería posible confesar jamás su
condición de refugiado político ni de los trucos y
mentiras que se había visto obligado a inventar
para no ser expulsado.
Todo eso debía mantenerlo usando una
pantalla, crearse un cuento, otro yo hecho de
miedo y falsedades. ¿Buena su vida? ¡De ningún
modo! La suya tampoco era un modelo para
nadie.
En la casa los esperaba Piti, sin noticias. Un
poco más decaída y bajoneada, pero sin ninguna
novedad. Se había cansado de llamar por
teléfono. Era como si a los dos sujetos que
esperaban, Humberto Garrido y el Lucho Derrida,
se los hubiera tragado la tierra. La ausencia de
Florencia no importaba, ella nunca le había caído
bien y no era más que una de las voladas del Pato,
una mina para otro de sus amigotes, eso era todo.
Lo importante era el negocio, y la mercancía que
no llegaba.
Desde que les abrió la puerta, Martín se dio
cuenta que le había cambiado el genio,
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seguramente por la espera inacabable y por la
falta de droga. Como no quedaban cigarrillos se
fumaba las colas de los ceniceros, y cuando Pato
se quiso poner cariñoso y besarla le quitó la cara.
–Algo anda mal –dijo, y volvió a telefonear sin
ningún resultado.
–Quizás los pillaron a estos huevones –
continuó–; es lo único que falta para matar esta
noche desgraciada, que de pronto lleguen los tiras
y nos vayamos todos en cana.
El ambiente comenzó a ponerse tenso. Pato
daba vueltas nervioso en el living, como un león
enjaulado. Martín también comenzó a sentir una
ansiedad terrible y pidió algún trago para
calmarla. Piti no lo miró con muy buena cara,
pero se fue a la cocina y volvió con medio vaso
de vino tinto.
–Es lo único que queda.
Martín observaba la situación mientras
empinaba el vaso. Había viajado miles de
kilómetros para encontrarse ahí en medio de un
drama de traficantes. Pero –pensó luego– eso era
en realidad el Chile que a él le tocaba. Porque por
algo había llegado ahí y se encontraba ahora
observándolo todo como si aquello fuera un
perfecto melodrama criollo: su amigo, la Piti, la
noche, esa casa, los discos de Silvio Rodríguez, la
ausencia de la famosa Florencia, la espera, las
drogas. Todo aquello formaba parte de la
experiencia chilena y no iba a renegarla de
ningún modo. Cualquier cosa que sucediese tenía
para él la importancia de suceder en Chile. Era
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del mayor interés atesorarlo en su corazón, como
quien guarda preciados recuerdos, porque sabe
que después llegará el momento de pasarles
revista y disfrutarlos.
Alguien tocó a la puerta y hubo un momento
de tensión donde se miraron a los ojos.
Pato masacró una colilla en el cenicero y
levantó la mano como señal para que se quedaran
tranquilos y en silencio. Luego se acercó a la
ventana y haciendo apenas un lado la cortina
espió hacia afuera.
–Es el Humberto –dijo de repente, y se
apresuró a abrir la puerta.
Un relajo les sobrevino.
Humberto contó que habían tenido problemas
y que el Lucho iba a llegar después con el
paquete. Él se había adelantado para avisarles.
–¿Pero tienes algo? –le preguntó enseguida la
Piti.
Sin demora éste trazó varias líneas sobre la
mesa, y puso una botella de pisco y cigarrillos.
Después de haberlo presentado le ofrecieron el
turno a Martín, pero éste no aceptó. Era mucho
para una sola noche. Sentía que no podía seguir
adelante, que había alcanzado su límite, que lo
mejor era terminar allí y despedirse. Eso sí,
aceptó un vaso de pisco que se tomó al seco.
Pato quiso convencerlo de que jalara otro
poquito, pero no hubo caso. Martín pronto se
quiso ir y argumentó como pretexto que la
Florencia ya era caso perdido, que no tenía
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sentido esperarla, que no vendría, y que lo demás
no era de su incumbencia.
Encendió un cigarrillo y se despidió
levantando la mano, a pesar de la insistencia del
Pato porque se quedara otro rato.
–No te preocupes –le dijo–, puedo irme solo
perfectamente. A ti te quedan todavía cosas
pendientes. Y abriendo la puerta salió de nuevo a
la noche y al silencio.
Caminó unas tres cuadras fumando, cada vez
más contento de haber abandonado esa casa.
Caminaba leyendo los nombres de las calles y
cuanto letrero se le ponía por delante, cuando de
repente escuchó la bocina de un auto que chillaba
a sus espaldas.
Era Pato que había decidido acompañarlo.
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Capítulo cuatro
Pato lo dejó en la puerta de su casa y se
marchó dándole un buen apretón de manos.
Pero Martín no entró y prefirió dar una vuelta
por el barrio. No iba a encerrarse ahora en una
habitación a mirar el techo sin poder cerrar los
ojos, porque sabía que le asaltarían mil preguntas
sin respuestas, preguntas que no lo dejaban en paz
y que bastaba unos instantes de soledad para que,
rápidamente, reclamaran su atención.
Se puso entonces en movimiento, tranquilo,
aunque por dentro todavía se sentía agitado. La
ansiedad que produce la droga aún le afectaba, así
que no paró de frotar una mano contra la otra y
sin darse cuenta sus pasos se aceleraron.
Echó de menos un cigarrillo y aunque por un
momento pensó en buscar donde comprar una
cajetilla, enseguida desistió para no tener que
alejarse demasiado. Prefirió quedarse allí
observando lo que le sugerían las sombras.
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Rumbo a Brasil, donde el avión haría escala
para seguir luego hasta Madrid –ciudad que sería
su puerta de entrada al Viejo Mundo–, Martín se
estremeció pensando en lo que hacía. Estaba
dejando atrás su madre y sus amigos, lanzándose
hacia el vacío sin más armadura que unos cuantos
pesos que se habían encogido atrozmente al
cambiarlos a dólares y que llevaba escondidos en
un cinturón especial muy ceñido a la cintura,
como si fuera parte de su cuerpo.
Había intentado acomodarse en la estrecha
butaca de clase turista y tratado de conciliar el
sueño, pero después de varias horas moviéndose
en el lugar, no lo había conseguido.
Era la primera vez que viajaba en avión y los
nervios lo acosaban pensando que iba por los
cielos en un aparato que podía precip itarse a
tierra al menor desperfecto. Todo ese
presentimiento de fatalidad que solía poseerlo a
veces le asaltaba ahora sin querer dejarlo. Pero ya
estaba allí, y no le quedaba más que rezar,
repensar una y otra vez sobre el plan que había
tramado para escapar de su país y radicarse en el
extranjero.
Tenía todos los papeles que le habían
aconsejado llevar, los certificados de nacimiento
y de estudios, el permiso de conducir
internacional obtenido en el Automóvil Club de
Chile, y la carta aquella que le habían entregado
donde decía que en su país era perseguido por la
dictadura. Esto último una gran mentira, porque
como él mismo se decía, en Chile a lo más lo
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perseguían los boy scout o los bomberos. Pero
había sido una verdadera oportunidad de
abandonar esa tierra sin futuro, de dejar atrás ese
pesado ambiente represivo que asfixiaba a sus
compatriotas sin remedio bajo la bota de los
militares. ¿Quién podría culparlo de arrancarse de
tal forma de aquella pesadilla? Ante el horroroso
panorama de la dictadura casi cualquier cosa era
legítima.
Le contaron de la oportunidad y sin pensarlo
dos veces había vendido sus cosas, juntado la
plata para conseguir la carta y que lo incluyeran
en la famosa red de escape hacia ese otro mundo
más promisorio.
Esa carta entonces era de suma importancia,
debía presentarla donde y cuando le dijeran
aquellos que irían a recibirlo, estando una vez en
el país que había escogido para el refugio. País
donde entraría sin embargo con una simple visa
de turista.
El avión fue víctima de algunas turbulencias y
se estremeció, causándole temor y espantándole
definitivamente el sueño.
Quiso sentirse seguro y confiado de que hacía
lo correcto, pensando en que nada malo podía
pasarle. Después de todo su pasaje era de ida y
vuelta con una duración de noventa días, igual
que su visa de turista. Y si algo salía mal, siempre
podría regresar y hacer como si volviera de un
viaje de placer visitando museos en Europa,
caminando por esas grandes avenidas de los
Campos Elíseos en París.
30
Todo según él estaba bien pensado, no iba
nervioso por eso. Lo que sí le incomodaba y
ponía a ratos los nervios de punta era ese avión, el
miedo a no llegar y desaparecer antes de empezar
siquiera la aventura. El temor a desintegrarse y
quedar hecho polvo entre miles y miles de
pedacitos esparcidos en el mar.
Tomó una revista y la hojeó con prisa mientras
el tiempo parecía que no pasaba, detenido allá
arriba sobre las nubes.
Trece horas más tarde, después de un viaje que
le pareció una eternidad, llegó a Barajas, tan
cansado que si no hubiese sido por la enorme
curiosidad que lo embargaba, se habría tirado allí
mismo, sobre un banco del aeropuerto. Pero abrió
los ojos y forzó sus músculos obligándolos a
despertar y revivir. Porque después de todo estaba
en España, la madre patria, por primera vez.
Pasó su pasaporte para que fuera timbrado por
un oficial de aduanas, a quien dio también el
formulario de ingreso al país que le habían
entregado en el avión.
Luego se fue directo a retirar su maleta.
Ya estoy en España –se dijo– y a salvo.
Minutos después Martín asomó su maltraído
cuerpo al calor aplastante del verano europeo, y
con su maleta a cuestas se acercó a preguntarle a
uno de los choferes de taxi que se amontonan a la
salida del aeropuerto, sobre la tarifa de transporte
hasta la Puerta del Sol.
31
En todo momento, desconfiado como era,
temió ser un turista víctima de engaños. No podía
evitar sentirse así.
–¿Cuánto es hasta la Puerta del Sol?
–Treinta euros, señor.
Recordó que el dato que le habían dado en
Chile sobre las tarifas de los taxis hablaba de una
cifra muy inferior a la que pretendían cobrarle.
Comenzó a transpirar y decidió volver a entrar al
salón del aeropuerto para preguntar a un policía
sobre la legalidad de esa tarifa. Cuando el policía
lo escuchó, le pidió que lo acompañara a
identificar a quien calificó como un verdadero
estafador, pero el chofer ya no estaba, se había
hecho humo, seguramente advertido por mirones
invisibles que podían estar en todas partes, como
en su patria.
El policía llamó otro taxi y lo recomendó a su
chofer, acordando con éste la máxima cantidad de
Euros a pagar por ese recorrido. Y le tomó la
patente.
Me salvé –pensó– mientras viajaba. Me
quisieron hacer leso desde mi llegada. ¡Vaya
madre patria!
El Cervantes, hotel de dos estrellas, con aire
acondicionado, a pocas calles de la Puerta del Sol
y del Corte Inglés sirvió para que por fin
descansara sus alicaídos huesos. Allí, en la
habitación de una sola cama de un hotel
madrileño logró dormir un poco. Luego se duchó
y salió a conocer las supuestas maravillas de esa
gran metrópolis.
32
Entonces fue cuando al pasar a depositar la
llave de su habitación en el hall del hotel, escuchó
de los labios del conserje la frase aquella que no
olvidaría nunca, y que se convertiría además en
una de sus principales anécdotas de viaje:
–¡Señor, tenga cuidado, cuide muy bien su
billetera, mire que sus compatriotas andan muy
bravos, robando a medio mundo!
Después ocupó su tiempo en pasear, en
conocer parques y museos, durante los dos días
que había decidido detenerse antes de seguir a su
destino.
Para mal o para bien no se tocó con ningún
chileno, conoció el Parque del Retiro, comió una
paella en un pequeño y atractivo restaurante lleno
de mesas con manteles color rojo, y ya estaba en
un asiento del tren que lo llevaría hasta París
después de viajar toda una noche.
33
Capítulo cinco
Cuando el tren se detuvo en la estación
Austerlitz de París pensó que el corazón se le
saldría del pecho sin que pudiera detenerlo. De
ahí en adelante deberían pasar muchas cosas para
cumplir con su propósito de quedarse en esas
tierras.
Bajó del tren y comenzó a caminar por el
andén mientras escuchaba hablar en una lengua
desconocida, incomprensible, hasta que llegó a un
gran salón repleto de personas.
Gare d’Austerlitz; día miércoles 27; 17 horas
30; hall principal de la estación. Esas eran las
instrucciones. Allí debía esperar. Así que se sentó
en un banco ocupado por otras dos personas, y
esperó.
Veía como la gente iba de un lado para otro.
No entendía ni una palabra de lo que decían, pero
estaba seguro que con el tiempo, algún día no
muy lejano, llegaría a comprender. Le llamaban
la atención el carácter melódico de la lengua y el
34
persistente sonido gutural del francés. Sobre todo
las ‘r’ pronunciadas roncas, como si obedecieran
a un problema en la garganta.
Cuando fueron las seis de la tarde y nadie
llegaba a recibirlo, se aventuró a cruzar el enorme
salón en busca de la oficina de informaciones,
con la esperanza de llamar por micrófono a
quienes ya deberían haberlo contactado. Marcelo
Farías era uno de los nombres que tenía escrito.
Pero al llegar a la ventanilla todos los intentos
que hizo por comunicarse resultaron infructuosos.
La mujer detrás de ésta sólo hablaba francés y
después de un rato de intentar entender lo que
Martín trataba de decirle, cambió súbitamente de
actitud y simplemente lo ignoró. Desconcertado,
desistió y volvió a sentarse en el banco que ahora
se encontraba vacío, aprovechando para estirarse.
Después de todo son chilenos –se dijo– aunque
estemos en París. Los chilenos nunca hemos sido
puntuales.
Cerca de las ocho treinta Martín comenzó a
pensar que nadie llegaría a buscarlo. Que todo no
había sido más que una vulgar estafa en la que
había caído fácilmente. Porque, ¿de qué le
serviría la carta si no sabía qué hacer con ella ni
mucho menos dónde dirigirse?
Por un momento se sintió obligado por las
circunstancias a cambiar de planes. Es decir, a
seguir el plan B y disfrutar del viaje como un
simple turista. Sin embargo, cuando ya se decidía
a darlo todo por perdido, sintió que alguien ponía
una mano sobre su hombro.
35
–¿Martín Fernández? –preguntó el hombre.
–Sí, él mismo. Marcelo Farías, supongo.
–Siento la tardanza, pero más vale tarde que
nunca –dijo sonriendo.
–Que chistoso –le contestó Martín–, y yo que
pensaba que me estarían esperando.
–No se preocupe amigo, yo lo llevo ahora a un
hotel y planificamos las cosas. ¿Trajo la carta?
–Por supuesto.
El hotel estaba cerca de la famosa plaza de la
Bastilla y cuando llegaron ya casi oscurecía.
Marcelo hizo de traductor y lo dejó instalado
prometiéndole pasar por él al otro día a primera
hora. Además, le hizo entrega de un número de
teléfono “por si acaso”, como le dijo.
La habitación era amplia, con vista a la calle,
desde donde provenían las inagotables sirenas de
las ambulancias que no pararon de sonar durante
toda la noche.
Anchas cornisas y un papel mural con motivos
antiguos le daban a la habitación un dejo de otro
siglo.
El baño era amplio y limpio, pero estaba
equipado de manera muy curiosa. El agua
caliente se pagaba aparte, en un depósito para
monedas de cinco francos con una ranura
especialmente implementada para tal efecto.
Martín no tenía idea. Recién lo vino a descubrir
metido en la bañera, cuando vio que el agua
caliente se agotaba. Cada tantos litros, cinco
Euros. Así era el asunto.
36
No fue una grata sorpresa, pero el hecho de ser
algo nunca visto y espectacular ayudó a aplacar
su ánimo y a conformarlo.
Luego prendió el televisor y se acostó sobre la
cama hasta quedarse dormido.
37
Capítulo seis
Su sueño aquella noche, como lo sería después
durante muchas otras, fue una mezcla de ansiedad
con imágenes difusas.
Soñó que estaba y no estaba allí en la Ciudad
Luz, que aún permanecía en su casa de Santiago y
que los deseos de viajar y conocer Europa lo
embargaban. Soñó que todavía no había dejado su
país y que una mala racha de extrañas
circunstancias no le permitía partir, ahogándolo,
con ganas de llorar, haciéndole sentir impotente.
Se despertaba por momentos para encontrarse
completamente transpirado y volvía a dormirse
para caer otra vez en ese mismo sueño. Era la
sensación de no estar allá ni acá, envuelto
permanentemente en una dimensión transitoria,
en la que el espíritu parecía resistirse a asumir el
cambio ya ocurrido.
Así, por la mañana, tenía la sensación de haber
sido triturado emocionalmente. Sentía que una
pequeña angustia le oprimía el pecho. Intentaba
38
reponerse, cuando alguien golpeó a la puerta y él,
en español, le dijo que entrara.
–Votre petit dejeuneur, monsieur.
Café, mantequilla, mermelada, panes tostados
y un vaso de jugo de naranjas.
–Merci –se le ocurrió decir.
La camarera lo miró con simpatía, mostrando
una pequeña sonrisa.
Como a las nueve treinta Marcelo Farías había
pasado a buscarlo y se dirigían a realizar su
primera diligenc ia.
Lo primero era ir a declarar su intención de
refugiarse en Francia a una oficina de la policía.
Martín estaba nervioso, pero Marcelo logró
calmarlo diciéndole que aquello era un mero
trámite, que no había nada que temer. Estaba
acostumbrado, lo había hecho antes cientos de
veces ayudando a otros compatriotas.
En la estación de policía gente de todas las
nacionalidades y razas formaban una fila
interminable. Una babel que según Marcelo se
formaba igual todos los días del año. La gente
venía a Francia escapando de alguna guerra o
dictadura, con la esperanza de encontrar una
mejor vida, lejos de las pesadillas.
Los franceses son famosos por su tradición de
“Terre d’asile”, a la que hacen honor abriendo sus
puertas a los extranjeros perseguidos de todo el
mundo, a pesar que siempre hay gente en contra,
a causa del desempleo y los millones de Euros
que se gastan en mantener a miles de refugiados
políticos.
39
Cuando llegó su turno Martín llenó un
formulario ayudado por Marcelo. Mostró su
pasaporte y recibió una especie de recibo que
guardó en su billetera por instrucciones de su
compatriota.
–La carta la muestra más tarde, cuando yo le
diga.
40
Capítulo siete
Después de pasar casi toda la noche
caminando y haciendo memoria, Martín volvió a
su casa a tomar desayuno, entrando por la puerta
de atrás sin hacer mucho ruido. Se preparó un
café bien cargado, y desde la ventana de la cocina
vio llegar el amanecer. Un amanecer chileno,
donde poco a poco va apareciendo al este la
cordillera, y sólo después de ella el sol.
No se sentía realmente fatigado, así que
prefirió tomar una ducha y cambiarse de ropa,
dispuesto a enfrentar el nuevo día sin haber
pegado un ojo. Cuando su madre estuvo en pie él
terminaba de mirar las fotos que habían quedado
sobre la mesa del living. Ella se extrañó de verlo
despierto y vestido tan temprano, cuando era de
suponer que después de la salida nocturna iba a
dormir a lo menos hasta medio día. Sin embargo
se alegró de aquello que consideró positivo.
Debía aprovechar lo más posible su permanencia
en Chile. Una estadía demasiado corta para su
41
gusto de madre. Ella hubiese deseado tenerlo más
tiempo a su lado, ordenarle su ropa y prepararle la
comida con ese amor que la desbordaba. Era toda
sonrisas para su hijo, esperando que cada cosa
suya le agradara. Estaba decidida a hacerlo sentir
cómodo y en familia. Así podría ser que decidiera
volver a vivir entre los suyos y con ella.
En un principio no había logrado entender
cuando Martín partió hace años y después avisó
que se quedaba. Se suponía que era sólo un viaje,
al que ella misma había contribuido ayudando a
vender sus cosas y entregándole sus pocos
ahorros. Su marido, entonces vivo, había
sospechado, pero fueron sospechas que ella no
tomó en cuenta para nada, segura de que eran
sólo aprehensiones.
Pero ese era el ayer lleno de recuerdos tristes.
Un pasado malogrado para tantos chilenos y
también para ella, que vio a su hijo partir y no
volver hasta ahora. Aunque después de todo, con
el tiempo comprendió que su hijo había tomado
esa decisió n porque no le quedaba otra, porque el
país estaba hecho un asco y era lógico que
intentara buscar oportunidades que en su tierra le
negaban.
Hacía tiempo que había entendido eso sin
problemas. Desde entonces incluso dejó de llorar
por su partida, y le dio gracias a Dios por darle un
hijo capaz de atreverse a buscar por sí mismo una
mejor vida en otra tierra. Así se dieron las cosas –
pensaba–, pero ahora era diferente, la dictadura
había terminado y los nuevos gobiernos civiles
42
podrían ser una nueva esperanza para Chile. Ya
podían volver los que se fueron.
Su Martín, si lo quería, iba a encontrar una
oportunidad y se quedaría en Chile. De todos
modos ¡despacio, mujer! –se dijo, calmándose a
sí misma–, si apenas ha llegado.
Como a las diez se acordaron de que habían
invitado a la Chelita con su hija a almorzar, y
Cristina se apresuró en ir de compras para tener
con qué agasajarlas.
–¡Pero, ¡si esta niñita está hecha toda una
mujer! –fueron las palabras de Cristina al
recibirlas.
Martín también pensó que Marilú era toda una
mujer, bien que esperaba encontrarse con una
chiquilla. Y una mujer bella, desenvuelta,
atrevida. Esto último cosa rara entre las chilenas –
pensó– comparadas con las francesas.
Para él las francesas ya habían tenido hace rato
su revolución sexual y el sexo dejado de ser un
tema lleno de pudores e hipocresía. En Francia no
había de qué extrañarse en materia sexual. O te
encuentras con una mujer que rápidamente te
quiere llevar a la cama, o es una lesbiana que te
confiesa su desviación como si nada.
¡Las chilenas no –estaba seguro–, a las
chilenas hay que pololearlas!
Tenía su francesa, Chantal, por quien, sin estar
enamorado, sentía respeto y cariño, pero había
algo en aquella relación que le preocupaba. Tal
vez la excesiva independencia de su amiga y su
amarga impotencia de macho para adaptarse a esa
43
forma de vivir en pareja. Demasiada libertad lo
ahogaba, haciéndole sentir inseguro.
–Así que tú eres Martín –le dijo Marilú–, y
ahora estás de paseíto en Chile, ¿no es así?
La pregunta lo sorprend ió, porque sin duda él
no estaba de paseíto en Chile. ¿Qué era eso de un
paseíto? En realidad ni él mismo tenía muy claro
la razón de su venida. Tal vez porque nunca se le
quitaron las ganas de regresar. Jamás nada ni
nadie se lo había impedido, pero durante mucho
tiempo se quedó pegado, incapaz de tomar la
decisión y volver, aunque fuera de visita. Eso,
hasta el día aquel en que llevado por un impulso,
después de diez años, compró el billete de avión y
llamó a su madre para anunciarle su llegada. Su
decisión fue espontánea, tal como su partida.
Pero, de paseíto en Chile sí que no estaba. La
experiencia del retorno era para él muy
importante.
Marilú, quien intuyó que algo se había
detonado en la mente de su anfitrión, le dijo:
–No lo tomes tan a pecho, si es sólo una
manera de decir. Algo así como que estás de
vacaciones. ¿O es que piensas quedarte?
Martín no lo sabía, y hubiese querido no tocar
ese tema entonces, inseguro de sus intenciones
como estaba. Por el momento tenía que esperar y
ver como las cosas se daban.
–Yo quiero volar –continuó Marilú–, salir,
descubrir el mundo. Vivir tal vez en París, en una
buhardilla, vecina de artistas y poetas. Lo tengo
decidido.
44
Bella, pero ingenua y desinformada –pensó
Martín–, otra persona que imagina que en París se
vive de nada, de sueños; que cree que caminará
por sus calles como caminaron Breton y Victor
Hugo; se juntará en algún café con sus amigos y
hablarán de poesía en un ambiente infestado por
el humo de los cigarrillos. El conocía bien que la
cosa no era así. Que la vida no es fácil en ninguna
parte del mundo, ni mucho menos en París. Esa
no era más que una visión romántica de Francia,
la que siempre terminaba en desgracia, ahogando
a sus ingenuos soñadores. Ya conocía algunos de
ellos viviendo vidas complicadas. Pero, ¿tenía
que contradecirla?
Hermosa y decidida, se veía una mujer de
armas tomar. Así que sólo le preguntó:
–¿Te puedo ayudar en algo? Y le sonrió.
Durante el almuerzo, cada cierto tiempo, la
Chelita lo acosó a preguntas sobre su vida en
Francia. Quería saber cómo lo trataban los
franceses, si las francesas eran bonitas, como se
ganaba la vida, si se la ganaba, y si echaba mucho
de menos.
Eran tantas cosas que Marilú se sintió obligada
a interrumpir.
–Mamá –le dijo– lo estás atorando.
–Pero, si sólo quiero saber algunas cosas –
respondió ella, como la criatura más inocente–,
saber si es verdad lo que se dice sobre quienes se
han aprovechado de las circunstancias y están
viviendo como reyes.
45
Martín se disculpó mientras se levantaba de la
mesa, antes que la Chelita continuara. Sabía
reconocer cuando había segundas intenciones. Y
ahora alguien pretendía hurgar en sus secretos.
No era posible. Qué podía saber ella –se dijo–,
típica señora que no sabe donde está parada;
quien cree que porque vio algo en la televisión
eso es verdadero; y que anda tratando de
averiguar todo para después chismear de buena
gana.
Pidió disculpas y se retiró, marchándose a la
calle.
–¿Dije algo malo? –preguntó la Chelita.
Marilú también se puso de pie después de
hacerle unas muecas de desaprobación a su
madre.
Martín no la esperó.
Tuvo que correr para alcanzarlo.
–Espera, no le hagas caso –le dijo–. No se da
cuenta de lo que dice. Es una señora que no
piensa mucho. Pero, ¡Detente! –dijo de pronto,
cansada, tomándolo con sus dos manos del
brazo–. Conversemos. Aún soy tu invitada, ¿no es
cierto?
Martín reaccionó y disminuyó el ritmo de sus
pasos. Luego, después de caminar otro poco en
silencio, con Marilú tomada de su brazo, llegaron
a una plaza donde se sentaron en el pasto,
apoyando sus espaldas en el mismo árbol.
–A mí no me importa cómo se fueron los que
dejaron este país –dijo Marilú–. Lo importante es
que se fueron. A algunos los obligaron y para
46
esos debe haber sido espantoso; otros deben haber
estado asustados o simplemente tan aburridos
como lo estoy yo ahora e hicieron sus maletas. ¡A
quién le importa! –continuó–. A mí me tienen
hasta la coronilla con eso. Siempre mirando hacia
el pasado. Lo encuentro injusto. Igual que las
preguntas camufladas que te hizo mi madre. No
tenía derecho. Pero, perdónala, ya te dije, este
país está loco. La gente está dormida.
Martín la tomó de la mano y cambiando de
tema, le dijo:
–Sabes que somos medio primos. Ahora que
recuerdo, te conocí cuando tenías pecas y chapes
y vestías trajes con vuelitos. Ambos rieron.
Decididamente no le molestaba estar en
compañía de esa joven bella e inquieta, quien
además mostraba ahora una inusual reflexión
sobre las cosas que le acontecían. Y a Marilú le
parecía que por fin podía compartir con alguien
capaz de comprenderla, alguien con más mundo y
que había realizado mucho de lo que ella ahora
pretendía.
No volvieron a la casa. Estuvieron juntos toda
la tarde, hasta que oscureció. Martín quiso ir al
cerro Santa Lucía y desde su gran terraza
observaron el crepúsculo. Ella no paraba de
hablar de su poesía y sobre el cómo instalarse en
otra tierra.
Ya oscuro Martín comenzó a sentirse fatigado
y decidió volver. Primero se ofreció para ir a
dejarla, pero ella quería seguir mostrándole
Santiago y tantas cosas que estaba segura
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desconocía por completo. Muchas cosas cambian
en una década.
–Te lo agradezco –dijo–, has sido muy buena
conmigo, pero estoy agotado. No he parado desde
que llegué.
–Si no hay remedio... –dijo Marilú.
48
Capítulo ocho
La carta fue entregada más tarde ese mismo
día, a cambio de un permiso de residencia
provisorio, en otra oficina de París, donde tuvo
que someterse a una entrevista en la que dos
personas esperaban amablemente que él les
respondiera. Una de ellas era el intérprete, un tipo
delgado, de pelo corto, vestido con jeans y polera
que hablaba un español de España pronunciando
todas las zetas. La otra era una funcionaria de esa
organización internacional que vestía pantalones,
una blusa azul de seda con un enorme prendedor
y que se encargaba de llenar un cuestionario.
Allí repitió lo que le habían instruido que
dijera. Que como explicaba la carta que portaba,
emitida por la supuesta agrupación por los
derechos humanos, él era un hombre que corría
peligro en su país, perseguido por los organismos
de seguridad de la dictadura, quienes veían en él
un activista del marxismo internacional, a pesar
de que les había asegurado una y otra vez que no
49
tenía nada que ver con esos asuntos y que no era
más que un ciudadano común y corriente.
La carta aseguraba también que había sido
víctima de llamados telefónicos, amenazándolo
de muerte si no terminaba con sus actividades
subversivas, y él entonces aprovechó para
dramatizar este pasaje buscando un mayor efecto
en quienes lo interrogaban.
–Cada día por las tardes sonaba el teléfono y
alguien me insultaba amenazándome. Después de
eso, ustedes saben –les había dicho–; después de
eso es muy difícil dormir, sentirse tranquilo.
La entrevista fue corta y durante ésta no le fue
difícil mentir. Casi no se dio cuenta que no decía
la verdad y jugó su papel de maravillas.
–Señor Fernández –le comunicó el intérprete–,
desde este preciso momento usted es aceptado en
nuestro país como solicitante de asilo político. De
aquí a unos seis meses usted tendrá la respuesta
definitiva, de si su petición de asilo es o no
aceptada.
Esto, que cualquiera podría haber llamado un
buen principio, fue para Martín su primera piedra
de tropiezo en la consecución de un sueño que
ahora veía más complicado. Esa condicionalidad
oficializada –pensó– desestabilizaba el control de
sus planes, y lo ponía en una difícil situación.
Por un lado estaba casi seguro que le
concederían el refugio y le permitirían radicarse
en el país, pero ¡y si no lo hacían!, si investigaban
y descubrían que todo lo que les había dicho era
falso. Que él era únicamente uno de esos
50
compatriotas que sufría una violencia encubierta,
no declarada. Esa violencia que se sufre cada día
frente al noticiario de televisión cuando el general
o alguno de sus esbirros amenaza sin escrúp ulos a
todos los chilenos. Aquella violencia que no se
puede mostrar con marcas en el cuerpo porque las
marcas quedan en el espíritu.
Para él, sin embargo, había sido más que
suficiente el no haber querido continuar bajo la
bota del dictador. Eso era todo. Y en estas
circunstancias la carta y las mentiras no eran más
que un subterfugio necesario. El objetivo era
quedarse.
Desde ese momento, Martín quedó bajo la
protección del gobierno francés y fue enviado al
Hotel San Jacques, en un barrio periférico de
París, con comida y unos cuantos Euros para el
bolsillo.
Había entrado en el sistema.
51
Capítulo nueve
Desnuda en su tina, cubierta de espuma,
Marilú decidió soñar despierta en todas las
posibilidades que tenía por delante. Pasó revista a
esa tarde con Martín, quien a sus ojos era como
un enviado del cielo para ayudarla a cumplir su
sueño.
Muchos habían intentado acercársele, pero ella
los había corrido. No quería hombres a su lado,
por eso era siempre fría como una estatua,
cargante y hasta insoportable. Se alegraba cada
vez que veía a uno de ellos desistir en su
conquista y abandonar su empeño hasta
desaparecer. La aburrían. Según ella no valían la
pena. Los veía insensibles, siempre buscando lo
mismo, ignorando por completo su vida interior y
verdaderas inquietudes.
Pero Martín era diferente. Recordó cuando
éste le tomó la mano en la plaza haciendo que se
le crisparan todos los pelos de su cuerpo.
52
–Además es buenmozo –dijo de repente en voz
alta, contenta.
Luego se jabonó el cuerpo lentamente, se
acomodó en la tina y fue bajando su mano
derecha hasta que sus dedos encontraron los
rubios y mojados vellos de su sexo. Allí los dejó,
acariciándose suavemente, tiernamente, dejándose
llevar, sintiendo un gran placer procurado
por ella misma, hasta que se relajó y quedó
rendida bajo la tibieza del agua y las pompas de
jabón.
–Martín –susurró...
Haber encontrado en Martín la persona precisa
en el momento oportuno no iba ya a dejar su
mente. Como nunca, sentía que hacía lo correcto.
Su intuición de mujer le decía que ésta era la
oportunidad que esperaba. Y usaría para ello
todos sus recursos. Quería que Martín espantara
su miedo, que borrara sus temores con el simple
traspaso de su experiencia y fuera él quien le
abriera la puerta a ese antiguo nuevo mundo con
que soñaba.
Pero, hasta el momento sabía tan poco sobre
él. ¿Cómo había partido a Europa? ¿Tendría
razón su madre al haber sugerido que él podía ser
uno de esos que se aprovecharon de las
circunstancias y que vivían un exilio dorado,
aprovechándose? ¿O había tenido realmente
problemas políticos y simplemente no gustaba de
andar gritando sus cosas a los cuatro vientos,
siendo más recatado? No era que le importara, le
53
daba lo mismo, pero necesitaba saber si había hoy
una oportunidad para ella.
De pronto se sintió despertar. Se dio cuenta
que tenía los dedos arrugados por el tiempo que
llevaba bajo el agua. Se mojó el pelo hundiendo
hacia atrás su cabeza y se alzó alcanzando una
toalla para secarse. Enseguida se puso una bata,
dejó una toalla cubriendo la parte superior de su
cabeza y salió del baño decidida a encontrar papel
y lápiz con que escribir.
Al otro día como a las diez telefoneó a Martín,
quien aún regaloneaba con las sábanas.
–Te pillé durmiendo, ¡dormilón! –le dijo.
–Es que estoy recuperando fuerzas.
–¿Juntémonos a almorzar?
Casi sin reparar, Martín se puso en pie y
respiró profundo mientras abría de par en par sus
brazos. Era otro día en su tierra y a la natural
ansiedad del redescubrimiento de su país se
sumaba ahora la inquietud misteriosa que Marilú
provocaba en su espíritu.
No había nada entre ellos, ni tenía la intención
de que lo hubiera, pero ella le agradaba. Esa
ternura y espontaneidad le atraían, además de su
belleza que le hacían el centro de atención de
donde fuera.
Ella conocía lugares nuevos y atractivos que él
hasta hacía pocos días ni siquiera imaginaba.
–Hoy iremos al Parque Forestal, y mañana a
Viña. Tal vez al Museo de Bellas Artes si hay
algo interesante.
54
Por un momento se sintió turista en su propia
tierra, y su madre sonrió al escuchar esto al
desayuno. Aunque quedó pensativa al enterarse
que saldría nuevamente con Marilú. ¿No quería
esta niñita irse a vivir al extranjero?
–¿Volverás en la tarde a comer?, preguntó.
–No sé, mamá, te aviso.
55
Capítulo diez
Cuando salió de su casa ya era mediodía,
cuatro horas menos que en Saint Brevins, donde
seguramente Chantal, su compañera, se
encontraba preparando el desayuno para luego ir
a trabajar.
Como a las ocho y media ella bajaría del
departamento y caminaría los poco más de cien
metros que la separan de la parada de autobús.
Allí a las ocho diesiséis en punto subiría al
autobús y se dejaría llevar hasta su lugar de
trabajo.
Admiraba ese orden casi perfecto, esa
exactitud sin excepciones, en un país donde los
trenes parten a las 11:07 o a las 23:41, sin fallas.
Nunca había entendido realmente como podía
eso funcionar. Una flota de buses modernos
circulando en un orden espectacular, conducidos
por choferes bien pagados y cumpliendo sin
problemas con un horario estricto.
56
Como aún tenía tiempo prefirió tomar una
micro en vez de taxi, buscando una experiencia
diferente, más cerca de su gente. Y tomó la 239B
que pasaba por Plaza Italia.
Los frenos de la micro rechinaban y el chofer
venía acelerado. Unos cuantos paraderos más y la
micro se llenó hasta la pisadera. Entonces sintió
como si se encontrara en medio de una lata de
sardinas y quiso bajarse de prisa aprovechando la
primera parada.
–Permiso, permiso, perdón, disculpe.
–¡Pero, oiga, por qué no se fija!
Logró descender y arreglarse la ropa,
desordenada debido a tantos roces y empujones.
Caminó contento, observando cada cosa sin
perderse nada. El día estaba hermoso y la
cordillera podía verse a pesar del esmog.
Continuó silbando, relajado, hasta que descubrió
que su billetera había desaparecido. Incrédulo, se
buscó otra vez en el bolsillo posterior y como no
la encontró siguió con más nerviosismo buscando
en sus otros bolsillos, sin encontrarla.
–¡Chucha! –dijo de pronto–, me robaron la
plata, las tarjetas de crédito y el pasaporte.
La micro ya iba lejos para seguirla. No se
había dado ni cuenta, tenía que haber sido en
medio de todos esos empujones y roces al bajarse.
Hizo parar un taxi y le pidió que lo llevara al
lugar acordado con Marilú. No tenía intención
que esto le arruinara el día. La plata perdida no
era mucha, y las tarjetas quedarían bloqueadas en
cuanto diera aviso. El único problema era su
57
pasaporte francés, aunque aún conservaba el
chileno, con lo que podía moverse sin problemas.
Por esas circunstancias felices de la vida,
Marilú había sido puntual, y estaba esperándolo.
–Súbete, me robaron.
–¡Cómo que te robaron!
–Algún manolarga metió sus deditos en mi
bolsillo. Y ahora me veo obligado a bloquear las
tarjetas, denunciar el robo y volver a mi casa a
buscar más plata. Aprovechemos el taxi.
Llegaron a la comisaría y antes de bajarse
Marilú tuvo que pagar el taxi. Entraron y al
hacerlo el carabinero de guardia, apostado detrás
de un gran mesón, les pidió esperar para ser
atendidos. Un poco más allá se veían otros
carabineros conversando, pero ninguno se
interesó en preguntarles la causa de su presencia.
El que estaba de guardia escribía en un libro
gordo sin levantar la cabeza mientras se
escuchaba una voz entrecortada en un pequeño,
pero al parecer potente equipo de comunicaciones.
Martín pensó haber olvidado ese olor
habitual de los cuarteles policiales. A pesar de
que él había sido un frecuente visitante durante la
dictadura, detenido innumerables veces por
infringir el toque de queda.
Un rato después el carabinero de guardia
levantó la vista y sin mirarlos siquiera preguntó:
–¿Qué se les ofrece?
–Venimos a denunciar un robo.
–Qué robo.
58
–Me robaron la billetera mientras viajaba en
una micro.
–Cuándo, y dónde.
–Bueno, la micro iba por la Gran Avenida,
como a mediodía.
–Su nombre.
–Martín Fernández.
–Carné.
–Precisamente me robaron el pasaporte, yo
vivo en el extranjero. Pero soy chileno –se
apresuró a decir.
–El de la dama entonces.
Marilú sacó su carné y lo puso sobre el mesón
para que el carabinero lo anotara. Éste escribió la
denuncia, les pidió que la firmaran y les dijo que
en todo caso ellos no podían hacer nada. Que sólo
quedaba estampada la denuncia del robo del
pasaporte, lo más importante, por si acaso algún
vivo quisiera suplantarlo. Acto seguido el
carabinero se puso a atender un llamado hecho
por radio e hizo como si el asunto estuviera
terminado.
–Vamos –dijo Marilú–, aquí no hay más que
hacer. Vamos ahora a bloquear tus tarjetas de
crédito.
Martín se sintió aliviado de dejar la comisaría.
Dieron media vuelta y cuando se disponían a
salir, de pronto aparece ante ellos el mismísimo
Humberto Garrido, traficante amigo de su amigo
Pato Mancilla, esposado, en medio de dos
enormes carabineros.
59
Cuando Humberto vio a Martín abrió grandes
sus ojos, pero fingió no conocerlo, y en su lugar
no halló mejor idea que ponerse a cantar:
–“Díganle a la Piti que la estoy queriendo,
díganselo rápido”.
Pero hasta ahí llegó, porque lo hicieron callar
con un fuerte manotazo en el pecho.
En todo caso esto había sido más que
suficiente. El mensaje había sido recibido y bien
comprendido por Martín, quien salió de prisa con
Marilú tomándola del brazo.
–Pero, qué te pasa, ¿viste un fantasma?
–Algo parecido.
Humberto Garrido había sido arrestado no
hace mucho y por casualidad cuando un policía,
llamado por el deber, perseguía poner término a
una trifulca suscitada por tres hermanos que
trataban de darle una pateadura a uno de sus
cuñados.
Al ser alertado por los vecinos el policía había
apurado el paso y en su recorrido tropezó
estúpidamente con Humberto, quien estúpidamente
también se pasó una terrible película y
cuando se vio con el hombre de verde encima
entró en pánico y se desesperó.
El policía, que por el costalazo veía como su
intención de correr tras los hermanos agresores se
desvanecía, se levantó sobándose la cadera y se
desquitó con Humberto, sospechando de
inmediato de él y procediendo a revisarlo.
60
Humberto portaba dos gramos de coca para su
consumo personal, suficiente para ser arrestado y
puesto a disposición de los tribunales.
Él no iba a decir nada, pero sabía que cuando
sus amigos lo supieran se iban a preocupar,
temerosos de que abriera la boca. Así que el
encuentro casual con Martín le venía como anillo
al dedo. Tenía que prevenirlos.
61
Capítulo once
De París lo enviaron en bus a Saint Brevins les
Pins a vivir en la habitación de un hotel
especialmente acondicionado para recibir a
demandantes de asilo político. Su pieza, una más
de las ochenta que poseía el edificio, medía unos
seis metros cuadrados, tenía una cama, una
pequeña mesa con una silla y un ropero metálico
donde metió sus cosas amontonadas. La única
ventana le permitía mirar hacia un estacionamiento
repleto de automóviles.
Sus vecinos más próximos eran un joven iraní
que apenas balbuceaba el francés y una familia de
camboyanos que mantenía permanentemente el
piso del edificio oliendo a un insoportable olor a
frituras y que sonreían amables bajo toda
circunstancia, sin poder tampoco comunicarse.
El baño era común, con varios excusados y
duchas al final del corredor. La cocina, la sala
más grande, era un lugar provisto de quemadores,
lavaplatos y grandes mesones cubiertos con el
62
mismo azulejo blanco de las paredes. Las
escaleras eran sucias, oscuras como boca de lobo,
y en todos los pasillos del edificio había de esas
luces que sólo se mantienen encendidas unos
cuantos minutos y luego se apagan automáticamente.
En ese lugar y recién llegado había enfermado
hasta sentir, debido a la fiebre, que todo su cuerpo
no era más que un delgado esqueleto, tiritando,
vuelto un guiñapo que deliraba y transpiraba sin
tener mucha conciencia de lo que en ese
momento le ocurría.
El doctor Shu Lin, camboyano a cargo de la
salud de los residentes, lo atendió lo mejor que
pudo con la ayuda de Veronique, una enfermera
francesa que hablaba español y que decía tener un
especial aprecio por los chilenos. Cosa bien
comprensible como pudo después comprobar al
conocer a Domingo Cáceres, un chileno radicado
en Francia desde hacía ya algunos años.
–Casi te vai pal otro mundo –le dijo Domingo,
chileno de pura cepa, de Melipilla.
–Trabajo como jardinero y soy el compañero
de la francesita que te está cuidando. Es un poco
mayor pero igual está bien rica, me quiere y me
ha ayudado un montón. ¿Habla bien el español la
gringa, no te parece?
Domingo era un muchacho como él, no pasaba
de los veintiséis años, moreno, de pelo negro,
corto, tieso, ojos café, flaco y alto como una
espiga, y que hablaba un pésimo francés a pesar
de llevar años practicándolo. Se había refugiado
63
después de haber sido sacado violentamente una
madrugada, a punta de culatazos, de la casa de su
madre en una población de Melipilla.
Sin tener nada que ver con nada, según fue su
relato, de puro miedo arrancó siguiendo a su
primo militante de la juventud comunista que se
asiló en la embajada de Francia en Santiago, sin
tener otra cosa que hacer porque su vida estaba en
peligro.
Habían llegado juntos, pero su primo después
de vivir algunos meses en Francia decidió
emigrar a Bélgica, donde lo esperaban algunos de
sus correligionarios. El por su parte había
conocido a Veronique en pleno trance de
separación de su marido ingeniero, la que luego
de ahogar durante varias noches las penas en sus
brazos, le pidió que se quedara.
Domingo parecía conocer bien todo el
tejemaneje de la supervivencia en el país. Desde
las primeras semanas lo ayudó a postular y
obtener varios beneficios sociales disponibles en
Francia para cualquier residente que los solicitara.
Así, sin llevar siquiera un mes Martín ya tenía
una cuenta corriente y con los dólares aportados
desde Chile compró su primer auto en una
gigantesca feria de autos usados. Un Citroën AX,
color beige, con una suspensión de las mil
maravillas.
En ese entonces dormía durante todas las
mañanas. Por las tardes bajaba a unos cursos de
francés impartidos especialmente para aquellos
64
recién llegados, y en ellos conoció a una pareja de
chilenos con dos niños.
–Cuídate del chico Miguel –le dijo Domingo
un día–, es un tipo extraño. Antiguo mirista con
muy malas pulgas, se jacta de haber aparecido en
la primera plana de Le Figaro como uno de los
terroristas que el gobierno francés acoge y
protege, para disgusto de muchos. Cualquiera se
da cuenta de que eso es algo malo, pero él se
siente orgulloso. ¿No te ha mostrado aún la
revista?
65
Capítulo doce
Para Martín el hecho de haberse encontrado
con Humberto en la comisaría y haber recibido
tan claro como el agua ese mensaje era
angustiante. No quería por nada del mundo
inmiscuirse. Ese era un mundo del que prefería
mantenerse a distancia. Aunq ue por otra parte no
se trataba sino de dar una mano a conocidos
evidentemente en problemas, una simple llamada,
una pequeña ayuda de buen samaritano.
Llamó por teléfono para bloquear sus tarjetas
de crédito y cambió algunos dólares después en el
centro. En la calle Huérfanos, en donde varias
veces estuvo a punto de abalanzarse sobre un
teléfono y alertar a la Piti tal como Humberto le
pidiera.
Pero no quería que Marilú sospechara. Temía
que al enterarse pudiera imaginar cosas que
asustan a la gente decente. Así que prefirió
olvidar el asunto y dedicarse a comentar acerca
de los cambios de la ciudad.
66
–Modernos, modernos –dijo, refiriéndose a los
edificios–, como en cualquier otra parte del
mundo. El Café Haití eso sí está igualito. Esto de
los vendedores ambulantes perseguidos por los
carabineros es de lo más folclórico que he visto.
–¿Y allá, cómo es? –preguntó Marilú–, ¿muy
diferente?
–Como en el barrio alto –dijo–. Ni más ni
menos.
Tomaron varios café, algunos sentados en un
salón y otros en la barra de un local atendido por
esbeltas mujeres con sus cuerpos casi desnudos.
Comieron un completo en el Dominó de calle
Agustinas, casi al llegar al Paseo Ahumada y la
oscuridad los pilló caminando en medio del
ajetreo de la gente volviendo a sus casas.
Martín estaba en verdad fascinado de estar ahí
en ese lugar, escuchando los gritos de los
vendedores en su propia lengua, viendo esos
rostros morenos, hijos de su tierra. Era para él un
momento incomparable y entonces, dejándose
llevar por la emoción, compró una rosa a un
vendedor callejero y se la regaló a Marilú
haciendo un gesto de reverencia, del mismo modo
que un caballero andante saludaría a una princesa.
–¿Qué hacemos ahora? Cher Monsieur.
–Lo que hagamos no importa, la noche aún es
joven, no tienes problemas supongo.
–Para nada –respondió firmemente Marilú.
Se pusieron en marcha otra vez, mientras ese
mundillo nocturno de la ciudad comenzaba a
tomar posesión de las calles del centro. Marilú
67
sintió miedo, pero sin decir nada se aferró con
todas sus fuerzas al brazo de Martín. No había
sido nunca temeraria y conocía la inseguridad de
las calles del centro a esa hora.
–Tomemos mejor un taxi –dijo–, a esta hora
por aquí se pone peligroso.
Pero a Martín la Alameda le parecía una
verdadera taza de leche. Gozaba de poder
caminar libremente por las calles sin tener que
temer alguna patrulla de los milicos que
apareciera de las sombras. Sin tener que ir
ocultándose a cada rato en la entrada de los
edificios por temor a ser descubierto.
–Sí, ya sé lo que estás pensando –dijo Marilú,
como si le hubiese leído el pensamiento–, pero
los fusiles de los militares se cambiaron ahora por
los trabucos de los delincuentes. Y estos no te
detienen, te asaltan.
Finalmente, después de pasar a la Fuente
Alemana y comerse un lomito largamente
añorado, y que según él no se compara con
ningún sándwich servido en el más especializado
restaurante de París, ambos se sentaron en plena
Plaza Italia bajo la luz de los letreros luminosos, a
conversar de amores y desamores, de sueños y
pesadillas, como dos grandes amigos invitados
por el destino a una íntima conversación.
Sin embargo, él sabía que su deber era cuidar
lo que decía, que ni por un momento podía relajar
sus máscaras y caer en confidencias que podrían
después costarle caro. Por eso en muchas cosas
tuvo que mentirle, contarle hechos inventados,
68
preparados con antelación para mostrar una
imagen fabricada y, de súbito, se dio cuenta de
que le estaba contando precisamente lo que ella
quería escuchar; de cómo había logrado instalarse
con mucha garra y sin ayuda en ese país
extranjero. Le relató varias anécdotas inventadas
y terminó diciéndole que el objetivo de su viaje
era sondear lo que realmente sucedía en su país.
Sin pensar en un regreso definitivo, porque donde
él estaba, estaba bien, sin problemas económicos
y feliz, viajando a un país diferente cada año,
totalmente integrado.
Marilú por su parte también tenía su ideal de
mundo, mezcla de realidad y fantasía esperando
concretarse o desaparecer. Ya era toda una mujer
y se resistía, según fue ron sus palabras, a caer en
convencionalismos esclavizantes e indignos para
una mujer de este siglo. Ella quería un cambio
radical y pensaba que lo conseguiría alejándose
de los suyos, de su madre y su país.
–Imagino que el dolor del extrañamiento
purifica, que la distancia sana de los prejuicios
que nos envenenan y que le proporciona oxígeno
a los sueños. Yo sería capaz de trabajar en
cualquier cosa con tal de forjarme un futuro en
otro país. Limpiaría escusados, cuidaría niños, o
manejaría camiones si fue ra necesario. Pero en
este país siento el peso de la noche y los ojos de
todos queriendo inmiscuirse en mi vida. Además
que no hay oportunidades, ni mucho menos para
una aprendiz de poeta.
69
Marilú apoyó su cabeza en el hombro de
Martín y éste se sintió un poco culpable. Culpable
de incentivar esos locos sueños de mujer bonita
con mentiras de hombre enaltecido por sus
propias palabras, porque se dio cuenta de lo
peligroso que podía resultar el crear falsas
expectativas en su nueva amiga.
–Sigamos caminando –le pidió, y una vez de
pie, al mirarla, pensó que su belleza era la de una
verdadera diosa.
70
Capítulo trece
Durante sus primeros seis meses en Francia,
mientras llegaba su carta de residencia por diez
años, y hasta que fue aceptado definitivamente
como refugiado, Martín no hizo otra cosa que
dedicarse a conocer la gente y la lengua del país
que lo acogía.
Pero cuando le llegó la hora de abandonar el
hotel y las regalías que en éste disfrutaba, no
pudo hacerlo, tuvo que subsistir por un tiempo
con las ayudas del Estado, víctima de su
imposibilidad de encontrar un empleo como la
gente, es decir como los franceses comunes y
corrientes, quienes si bien sonreían y repetían su
‘bonjour’ en todas partes y a todas horas, eran
celosos de sus puestos de trabajo, escasos y hasta
cierto punto, reservados.
Limitado por el lenguaje, los puestos de
vendedor u oficinista le estaban vedados, y sólo
pudo conseguir un empleo de medio tiempo
pintando muros de edificios, trabajo que debió
71
abandonar muy pronto al no poder superar su
fobia natural a las alturas.
Únicamente después de dieciocho meses de
haber llegado, con ayuda de Domingo y
Veronique, logró abandonar el edificio del hotel
para mudarse a un pequeño departamento de un
solo ambiente en el piso quince de una torre
infestada de extranjeros –casi puros árabes
desadaptados–, en la periferia de la ciudad.
Este cambio y esta sensación de empezar una
nueva etapa lo hicieron sentir feliz y olvidar
también ciertos síntomas de frustración que
comenzaba a sentir en su estrecha pieza del hotel.
Entonces fue cuando empezó a escribir a sus
padres que todo iba bien y mejorando. Claro que
nunca relató los verdaderos hechos, que en un
principio fueron extremadamente complicados.
–Tenís que contarle puras cosas buenas –le
aconsejaba Domingo, y él les escribía maravillas,
mentiras piadosas para no preocuparlos. Seguro
de que las cosas mejorarían.
72
Capítulo catorce
La noche se armaba de a poco en Santiago,
alumbrada por una magnífica luna llena.
–Vamos a comer, tengo hambre.
–Está bien, pero avisemos –dijo Marilú.
Cuando llamó a su casa tenía recado de su
amigo Patricio Mancilla. Necesitaba hablar con él
urgentemente, y había dejado un número de
teléfono.
–No importa –dijo Martín–, después lo llamo,
ignóralo, nada importante. Y se apresuró a hacer
parar un taxi.
Pato era su amigo, pero aún así se resistía a ser
arrastrado a ese escenario de drogas e intrigas que
nada tenía que ver con él, en absoluto. Sabía o
suponía porqué lo llamaba, pero no estaba con
ánimo para repetir experiencias de ese tipo. La
noche anterior había sido más que suficiente.
Cerró los ojos y no se dio por enterado del
mensaje.
73
–A Pedro de Valdivia con Providencia –le
ordenó al taxista.
Mientras comían pensó en decirle a Marilú lo
que pasaba. Lo dudó, pero finalmente terminó
contándole con lujo de detalles lo que a ella le
pareció insólito y peligroso. No entendía cómo
podía haberse mezclado con esa clase de gente. A
no ser que Martín fuera también uno de ellos,
porque de nuevo pensó en que no sabía casi nada
de su persona. Quién podría creerle tamaña
historia sin pensar que no estaba también
comprometido. Pero como había tomado unas
cuantas copas de más, se sintió valiente y
suficientemente intrigada.
–Por qué entonces no llamas de una vez y te
enteras de lo que pasa –le dijo.
–Acaso estás loca, podría meterme quizás en
que lío.
–Pero, si sólo se trata de una llamada
telefónica.
–También es cierto.
Desde un teléfono público en pleno
Providencia marcó el número dejado por su
amigo y le respondió una voz femenina que le
pareció ser la de la Piti, pidiéndole que esperara
un momento.
–¡Aló! –escuchó después la voz de su amigo al
otro lado del auricular–. Martín, ¿eres tú?
Pero Martín cortó la comunicación y se quedó
mirando con la vista fija hacia el piso, mientras
Marilú –que estaba detrás– lo abrazaba apoyando
la cabeza en su espalda.
74
Algo lo detuvo, una intuición que le avisaba de
posibles conflictos. Algo que le decía que era
mejor no tener ningún contacto con cosas como
esas, y que debía alejarse de ello como se alejaría
del sida o de cualquier otra enfermedad
contagiosa. Daba lo mismo que pareciera un acto
sin importancia y sin peligro. Una llamada de
teléfono puede desencadenar toda una tragedia.
–Mejor posponer ese llamado –dijo, sin
despabilarse todavía, y luego caminaron en
silencio de la mano por Pedro de Valdivia hacia
la costanera.
75
Capítulo quince
El río Mapocho bajaba de la cordillera
alborotado arrastrando su caudal de aguas sucias,
y ambos se sentaron a contemplarlo iluminado
por la luna llena. Otra vez sintió esa emoción de
estar junto a lo suyo y abrazó a Marilú, quien le
puso la mano en su muslo.
Decidieron ir más a la orilla y avanzaron para
sentarse en el suelo, desde donde ya no se
divisaba ni la calle ni los autos. El paisaje era
nocturno y agreste, a pesar de estar en medio de
la ciudad. Se quedaron en silencio.
Había rechazado a tantos hombres que
comieron como frágiles pollitos de su mano y
ahora estaba allí exponiéndose al peligro de la
noche santiaguina al lado de quien
inevitablemente le atraía y agitaba sus hormonas.
Qué dirían sus conocidas si supieran que estaba a
punto de cometer una locura, de perder el juicio
frente a un hombre medio francés y medio
chileno, de quien ni siquiera sabía mucho.
76
Morirían de envidia, de seguro –pensó para sí
misma.
Entonces volvió a apoyar su cabeza en el
hombro de Martín y sin siquiera pensarlo,
instintivamente, como una hembra en celo, metió
su mano dentro del pantalón del hombre
buscando su pene.
Martín se estremeció y comenzó a besarla,
respondiendo a su osadía. Hasta que Marilú logró
bajar el cierre y descendió para meter en su boca
el delicado y erguido hueso del amor. Luego, sin
que ninguno dijera una palabra, ni tampoco
tuviera tiempo para pensarlo, Marilú se sentó
sobre sus piernas y se hizo penetrar, envueltos ya
en el fuego imparable del deseo y la pasión.
Permanecieron abrazados, disfrutándose,
saciados y gozosos. Unos minutos después se
incorporaron, arreglaron sus ropas y se tendieron
de espaldas uno junto al otro, sabiendo que no
podrían quedarse así, en ese lugar, por mucho
tiempo.
Marilú se había dejado ir sin importarle lo que
hacía. Había subido y bajado como una
desaforada buscando el placer en los brazos de un
hombre casi desconocido, pero no sufría
arrepentimiento, sino más bien agradecía esos
momentos de sana locura, esa catarsis callejera en
la que se había transportado por un momento a
los siete cielos, sintiéndose más mujer que nunca.
No sabía lo que Martín pensaba o pensaría.
Mañana o esa noche tal vez se dir ían adiós y no
se volverían a ver, y ella fracasaría en su
77
propósito de arrimarse a él para partir al
extranjero, pero no le importaba.
En realidad en ese momento tirada allí en
silencio de espaldas mirando las estrellas, eran
sólo ella y el universo, el dulce placer, como si
todo le hubiese resbalado por su blanca piel llena
de deseo. Lo demás ¿qué podía importarle? Ella
era una hembra y lo disfrutaba, satisfecha, como
Dios manda. Para eso estaba en el mundo.
No mucho más tarde, aún tendidos sobre la
hierba, unas risillas los pusieron en alerta. Sobre
todo a Marilú, que conocía muy bien el peligro al
que estaban expuestos. Se miraron el uno al otro
y se levantaron. Sacudieron su ropa y decidieron
reincorporarse a la civilización.
–¿Escuchaste ruidos?
–Sí, y comienzo también a ponerme nervioso.
–Salgamos a la luz.
–No tan rápido –dijo una voz que venía desde
unos matorrales–. Ya lo pasaron bien, ahora nos
toca a nosotros. También tenemos derecho.
Amparados en la oscuridad y de entre los
matorrales comenzaron a aparecer una media
docena de niños y niñas. Marilú se sonrojó
inmediatamente por el solo hecho de pensar que
ellos habían podido ser espectadores silenciosos
de todo su desborde. No dijo una palabra y de
nuevo se aferró al brazo de Martín para sentirse
protegida y con más ánimo.
–Qué quieren –los increpó Martín.
–Bueno –dijo uno de ellos–, después de
habernos hecho pasar tan buen rato en primera
78
fila del espectáculo, ahora queremos algunas
cositas y los dejamos tranquilos para que se
vayan a la mierda si quieren, y juntitos.
El muchacho hablaba en serio, y los demás le
secundaban riendo. Pero no podían ser peligrosos
–pensó Martín–, son sólo niños con hambre. Sacó
unas monedas de su bolsillo y se las entregó al
más grande.
–¡Y qué creí, huevón, que con esto vamos a
conformarnos! Date vuelta que te vamos a
revisar.
Una de las niñas del grupo se adelantó
decidida y cuando Martín hizo ademán de
rechazarla dos de ellos sacaron un cuchillo
rápidamente.
–No te vayai poniendo cabrón pus huevoncito,
si ya te dije, ahora nos toca a nosotros.
A Martín no le quedó otra que aceptar
mientras escuchaba a Marilú sollozando en su
hombro, diciéndole que era mejor hacer todo lo
que les pidieran. Volaron los relojes, la plata
chilena que había cambiado esa tarde y su
chaqueta de cuero negro comprada en Holanda.
–¿Y ahora?
–¿Por qué, estai apurao? Claro si ya te pegaste
la cachita. Pero, no te preocupís, anda a dejar tu
mina.
Acto seguido desaparecieron como habían
venido, en silencio y entre los matorrales.
Marilú temblaba. De miedo y de vergüenza.
Martín la aferró contra su pecho y le dijo:
–¡Ya! Todo está bien. Te llevo a tu casa.
79
Capítulo dieciséis
Después de sobreponerse a la emoción y
recuperar un poco la calma, cuando regresaban a
Providencia para intentar tomar un taxi, Martín
iba pensando en que su viaje se estaba
convirtiendo en una verdadera aventura. Sentía a
su lado el cuerpo tembloroso y tibio de Marilú
que no se le despegaba y, mientras caminaban,
recordó que en materia de mujeres siempre le
ocurría algo insólito.
A Caroline la conoció en una de esas
reuniones obligatorias que citan las agencias de
empleo si uno quiere continuar recibiendo el
subsidio de desempleo. Ella era casada con un
dentista; rubia, crespa, delgada, de poco más de
cuarenta. Martín la atrajo como atraía a muchas al
saber que era extranjero y que venía de un país
tan exótico y distante para los franceses como le
Chili.
Sin perder tiempo Caroline se le acercó y
dirigió la palabra. Estaban conversando cuando se
80
les sumó de improviso y a pito de nada
Jacquelinne, otra francesa cuarentona, aburrida de
permanecer en su casa criando sus hijos y que
fingía buscar trabajo sólo para salir de su casa.
Casada con un constructor.
Las dos se mostraron muy interesadas en
Martín y éste se sintió halagado al punto de llegar
a coquetear con ellas abiertamente, sin importarle
los demás.
Esa misma tarde, Jacquelinne y Caroline, que
se hicieron en poco más de un minuto grandes
amigas, se ofrecieron a llevarlo.
–Queremos llevarte para que no tengas frío,
¿qué te parece?
El auto era un Renault y Martín subió en el
asiento de atrás. Cuando se pusieron en
movimiento y no llevaban más de tres cuadras
recorridas Caroline, que conducía, le insinuó un
cambio de rumbo e ir directamente a la cama a
fornicar.
Martín no supo qué responder y para tratar de
sacárselas de encima dijo que sí, siempre y
cuando fueran las dos, seguro que con esto las
desalentaría. Pero Caroline miró a Jacquelinne y
ésta le dijo:
–Por qué no. ¡Vamos!
Caroline lo debe haber visto palidecer por el
retrovisor, sentirse pequeñito y asombrado.
Tuvo que arrancar, desaparecer a la primera
oportunidad, cuando pararon por cigarrillos.
–Esperen aquí, compraré unos tragos y
cigarrillos –mintió.
81
Aun así, Caroline –quien resultó ser la más
persistente de las dos–, averiguó su dirección y un
día la encontró esperando frente a su puerta con
un regalo, una camisa de lunares que él no aceptó,
a pesar de su insistencia.
Ese invierno en Saint Brevín le Pins fue duro.
Persistentes oleadas polares entumecieron a la
población. Martín ya llevaba años subsistiendo en
gran parte gracias a las ayudas sociales y a uno
que a otro “pololito” que lograba de vez en
cuando.
Su francés era lo bastante sólido como para
haber logrado dominar esa “r” gutural que tanto
le asombrara al principio. A veces hasta era
aplaudido por los mismos franceses que se
asombraban de escuchar a un extranjero hablar su
idioma con la gracia que él lo hacía. Como tenía
un acento extranjero algunos al escucharlo le
preguntaron si era canadiense. Porque ya
manejaba a sus anchas los tiempos de los verbos
y los pronombres personales, además de poseer
un extenso vocabulario, improvisando incluso
pequeñas sutilezas.
La vida no lo había tratado mal. Conocía casi
al dedillo la ciudad y el buen nivel de vida
francés le agradaba. Su último trabajo por ese
entonces fue en un restaurante autoservicio, como
reponedor de ensaladas. El trabajo consistía en
decorar platos de ensaladas en los que el diseño
era hecho utilizando un huevo partido en seis
pedazos iguales, más cuatro lechugas en forma de
cruz y una porción de mayonesa en el centro. El
82
diseño en cuestión debía asemejarse al modelo de
una fotografía.
Lo pusieron al lado de una madame para que
aprendiera y lo ayudara. Pero en definitiva,
mientras Martín hacía un plato, que por
defectuoso y cochino daban ganas de botar a la
basura, madame hacía diez, y con la prolijidad de
una profesional.
No hubo caso y el jefe del restaurante le dio
las gracias por los servicios prestados, le pagó las
horas trabajadas y le dijo que simplemente no
tenía dedos para el piano.
Su deporte entonces era jugar a los bolos,
pasatiempo que practicaba todos los días martes
por la tarde con otros chilenos en un boliche
abierto hasta altas horas de la madrugada.
Allí, en medio del ruido de la música
extremadamente alta y de las bolas que rodaban
sobre un suelo de madera, se juntaban los
chilenos a comentar sus vivencias de seres
expatriados, ávidos de su tierra.
Algunos lloraban a Chile y el pisco y
maldecían a los franceses que los desesperaban
con sus costumbres tan diferentes. Otros, más
resignados, disfrutaban del bienestar que nunca o
muy difícilmente tendrían alguna vez en su tierra,
y cuando comenzaban estos pelambres, ellos
callaban. El había sido primero de los unos,
después de los otros.
De pronto sonrió perdido en su recuerdo.
Marilú pareció despertar y le dijo:
83
–Qué bueno que a pesar de todo, conserves el
buen humor. ¡Increíble!
–Al mal tiempo buena cara –fue su respuesta.
84
Capítulo diecisiete
Su experiencia política en Francia había sido
corta y accidentada.
El chico Miguel era quien organizaba las
reuniones políticas en la Maison des Artisans, a la
que concurrían latinoamericanos y franceses para
enterarse de la vida en Chile bajo la dictadura.
Casi todo el mundo conocía el país
exclusivamente gracias a Pinochet, que junto con
el Ayahtola Homeini, encabezaba una célebre
lista en la que se mostraba a los dictadores más
odiosos y repudiados del mundo. Sus fotos
aparecían todos los santos días en la televisión,
antes de los noticiarios.
En esas reuniones se vendían empanadas
mientras se denunciaban las persistentes
atrocidades cometidas por la dictadura contra un
pueblo privado de voz y libertad. El chico Miguel
era buen orador y lograba conmover el corazón
de los franceses para que estos contribuyeran con
dinero a la resistencia chilena.
85
–Chers amis –decía Miguel–. Tenemos
noticias que los militares siguen haciendo de las
suyas sin contrapeso, negándose a respetar los
más elementales derechos humanos. La prensa
opositora es continuamente silenciada y los
empresarios son dueños y señores del país
llenándose los bolsillos a manos llenas. Para qué
hablar de los jueces que desoyen los recursos de
amparo, convirtiéndose con esto en uno de los
mejores aliados de la dictadura.
Martín cometió entonces el error de preguntar
en voz alta por la fuente de esas informaciones.
Quería saber cómo se conocía tanto de lo que
pasaba en el otro extremo del mundo, porque
citaban casos de personas y hechos con lujo de
detalles.
Hubo un silencio completo en la sala mientras
los ojos de todos se clavaban en su persona.
–Tenemos compañeros que nos mantienen al
día –dijo enérgicamente Miguel–, fuentes de
primera calidad. No hay porqué preocuparse, dijo
cambiando de tema, para no continuar ahondando
en el asunto, no sin antes casi fulminarlo con la
mirada.
Martín no quedó nunca conforme. Lo mismo
le había sucedido la vez que un alto prelado de la
iglesia Católica visitó Saint Brevins les Pins para
levantar fondos.
No entendió bien los argumentos que se daban.
Él estaba de acuerdo con ayudar a la oposición de
su país, pero encontró que las cosas no eran
claras. En esa oportunidad simplemente lo
86
hicieron callar y durante la recepción posterior el
mismo cura se encargó de llamarle la atención.
–Cómo se le ocurre preguntar esas cosas, pues,
hombre.
Domingo le había advertido de cuidarse del
chico Miguel y esa noche, después de la reunión,
supo porqué.
–¡Qué te pasa a vos, huevoncito! –le gritó
Miguel cuando ya quedaban sólo algunas
personas–. ¿Me queríai aguar el asunto? No sé
como crestas llegaste hasta aquí, porque yo tengo
claro que vos soy un conchetumadre democratacristiano,
y te vamos a tener vigilado por si
acaso. ¡Otro paso en falso y te cagamos!
Martín se quedó mudo, sin poder creer lo que
escuchaba, mirando hacia un lado y al otro,
avergonzado.
Nunca supo qué se hacía con la plata. El día en
que intentó convencer a los demás de que era
necesario averiguar cuál era su destino, sólo
encontró evasivas entre sus compatriotas.
–Es cierto –dijeron–, pero para qué nos vamos
a meter en las patas de los caballos.
De allí que rehuyó siempre los actos y
reuniones políticas.
En todo caso no era nada nuevo. Por algo todo
el mundo había perdido la fe en la política,
porque se consideraba a los políticos unos
sinvergüenzas, más interesados en buscar el
provecho propio que el de la gente.
¿Qué podía esperar entonces de un extremista?
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Mitad para Chile y mitad para sus bolsillos,
eso pensó que hacían siempre.
Su verdadero vía crucis sin embargo no
empezó sino hasta el día en que supo de la muerte
de su padre, en Santiago. Aquejado del corazón
una tarde como cualquiera su madre lo encontró
muerto sentado en el baño, víctima de un ataque.
Entonces descubrió que era prisionero en una
cárcel de oro. Porque sin atreverse a regresar, por
temor a que en Chile se supiera de su estatus de
refugiado político, tuvo que sufrir la pena de estar
ausente en la despedida de su progenitor y
además tener que inventar disculpas para
justificarse ante su madre.
–Lo siento mamá, no puedo ir como quisiera y
Dios lo manda, pero estoy con ustedes en espíritu.
Tenía de todo, comodidades, auto, departamento,
viajes de verano, pero no podía, no tenía
cara para regresar a Chile. Suponía que allá, al
pisar tierra, seguramente lo detendrían.
No durmió por varios días y llegó a odiar el
haberse expatriado. Porque hubiera dado
cualquier cosa por abrazar a su madre en ese
momento. Pero, la propia tela de mentiras que
había tejido, no se lo permitía.
Fue entonces que pasó a ser uno de los otros,
de aquellos que lloraban a Chile y se revolcaban
de nostalgia y recuerdos en esa otra tierra, lejana,
distinta, extranjera.
88
Capítulo dieciocho
En su casa lo esperaban cinco recados de Pato,
todos urgentes, y supo que desconocidos habían
estado preguntando por él durante la tarde.
Entonces finalmente decidió llamarlo antes de
ir a acostarse. Pato le dijo que no se moviera de
donde estaba, que estaría con él en no más de
quince minutos.
Tanta alharaca por tan poca cosa –pensó
Martín.
Pato llegó fumando e inquieto como siempre.
Apenas entró se sentó en el sofá y se volvió a
parar inmediatamente como si fuera un mono
porfiado.
–Estás en un terrible lío, amigo mío –le dijo–.
El Humberto fue tomado preso esta mañana y
poco después de medio día lo interrogaron por
dos papelillos de coca que llevaba. Pero ese no es
el problema, ya arreglamos su salida. La cosa es
que Humberto les dijo a mis amigos que se había
encontrado contigo antes de que lo capturaran, y
89
tú te habías quedado con un kilo de polvo que
falta. Por eso te buscan.
–Pero, eso es absolutamente absurdo –dijo
Martín– ¡Qué tengo que ver yo con eso! Te juro
que...
–Nada, yo se los dije, pero falta un paquete y
los tipos lo quieren de vuelta. ¿Dónde está tu
amiguita?
–La dejé en su casa.
–Malo, corre peligro, saben que anda contigo.
Tendremos que hacer algo. Llámala.
Martín tomó el teléfono y marcó el número,
sin que nadie contestara. Una terrible
premonición hizo que se le atragantara la saliva
en su garganta y miró a su amigo en busca de una
solución.
–Tenemos que ir a ver. Es lo único que
podemos hacer.
Tomaron el auto y partieron. Martín alegaba
que aquello era completamente absurdo, que
desde su llegada a Chile le habían ocurrido cosas
increíbles.
–Creerás –le dijo– que me han robado dos
veces hoy día.
–Por qué no –contestó Pato–, si la situación
económica está pésima y tú pareces un perfecto
turista. Carne para tiburones.
La casa de Marilú tenía todas las luces
apagadas y la reja de calle estaba cerrada con
llave. Tocaron el timbre, pero no sonó. Intrigado
e inquieto, Martín decidió saltar la reja y entrar a
la casa a como diera lugar.
90
Una vez dentro del patio, sin importarle lo que
pasara, comenzó a golpear la puerta esperando
que alguien encendiera algunas luces y le abriera.
Pero fue en vano.
–Tenemos que hacer algo, ir a los carabineros.
–Estás loco –dijo Pato–, sería lo último que yo
haría. Vamos, yo sé donde pueden tenerla.
–Y Humberto, ¿dónde está?
–Lo tienen ellos, hasta que la cosa se aclare.
Mientras atravesaban la ciudad Martín iba
pensando en que si algo le sucedía a Marilú no
podría perdonárselo. Entonces le dieron ganas de
llevársela con él a Europa, de ayudarla a escapar
no solamente de ese lío donde la había metido,
sino que definitivamente del país. Acogerla en su
departamento y conseguirle papeles de estudiante
para que después obtuviera la residencia.
Enseñarle francés y ayudarla a instalarse como
era su sueño.
Un rato después llegaron a la misma casa
ubicada en la Villa El Dorado donde la Piti los
esperaba. Pero, no había allí rastros de Marilú y la
Piti tampoco sabía nada.
Pato se mostró preocupado e hizo unas
llamadas.
–No te inquietes –le dijo–, la encontraremos.
En el intertanto Piti había puesto dos líneas de
coca sobre la mesa. Una la aspiró Pato y
enseguida le ofrecieron la otra.
–No gracias, prefiero estar sobrio.
El sol se anunciaba y todavía no tenían
noticias de su amiga. Piti dormía sobre el sillón
91
un sueño inquieto, a saltos, despertándose y
tratando de acomodarse lidiando con los cojines.
De pronto sonó el teléfono y Pato saltó sobre
el aparato para contestar.
–Vamos rápido –dijo–, después de colgar,
tenemos que irnos.
Trasnochado y muy irritable, Martín ni
siquiera se despidió, salió detrás y se subió al
auto casi en movimiento.
Atravesaron de nuevo la ciudad, esta vez del
nororiente al surponiente, hasta llegar desde la
Villa El Dorado a la Villa Olímpica, detrás del
Estadio Nacional.
Allí, en uno de los edificios de cuatro pisos
comunicados por largos y oscuros pasillos
interiores, Pato golpeó la puerta en un
departamento del segundo piso. Alguien miró por
el ojo mágico y luego abrió tres cerrojos y por fin
la puerta.
Martín dio un paso atrás al constatar que el
sujeto era la copia fiel del chico Miguel. Sus
mismos ojos saltones, las manos morenas y llenas
de vellos, el pelo corto y parado. El parecido era
increíble, pero no era él, se llamaba Mauricio y
era otro traficante empantanado en la misma
mierda que los demás.
–Dónde están –preguntó el Pato.
–Se fueron hace poco. Porque el Humberto
desapareció de repente, se hizo humo y con eso se
delató él mismo. Le siguen la pista.
–¿Y la mujer?
92
–Se la llevaron con ellos. Aunque ahora saben
que el tal Martín Fernández no tiene na que ver.
Pero es que es harto buena la mina y don
Sebastián parece que se calentó con ella. Vos
sabís como son estos huevones con plata.
Al escuchar esto Martín apretó los puños y
sintió que la maldita impotencia le recorría todo
el cuerpo.
Y ahora, ¿qué haría? ¿Cómo devolvería a
Marilú a su antigua vida sana y salva?
Las piernas le flaquearon y tuvo que sentarse
en un viejo sillón a recobrar sus fuerzas mientras
escuchó a Pato decirle al hombrecillo:
–Este señor que ves aquí es el mismísimo
Martín Fernández, un amigo de siempre.
–Encantado de conocer a alguien con tan mala
cueva –dijo Mauricio, irónicamente–. Me
contaron que usted vive en Europa.
Martín bajó su mirada, sin responder ni darle
importancia a sus palabras. No quería seguir
mezclándose, ni menos aún con quien le
recordaba a uno de los hombres más
desagradables y violentos que había conocido en
todos sus años de existencia.
93
Capítulo diecinueve
La llegada de la democracia en Chile provocó
un gran estremecimiento en la comunidad chilena
residente, obligando a muchos a tomar lo que a
esas alturas resultaba una difícil decisión.
Algunos prepararon sus maletas de inmediato,
dispuestos a partir lo antes posible y volver a esa
tierra suya idealizada y lejana. Pero otros, entre
ellos la mayoría de aquellos que lamentaron
durante años su imposibilidad de regresar,
prefirieron optar por obtener la nacionalidad
francesa y quedarse en el país.
Por ese tiempo Martín conoció a Chantal, una
muchacha del sur de Francia que trabajaba como
mesera en un restaurante de especialidades
bretonas. La atracción fue mutua e inmediata. Ese
mismo día la esperó a la salida del trabajo y se
fueron a su departamento, donde hicieron el amor
hasta agotarse.
Al otro día fue igual, y al siguiente y
subsiguiente, hasta que se acomodaron tan bien el
94
uno al otro que Chantal le propuso vivir en pareja
y sin compromiso.
–Yo pagaré la mitad de los gastos. Conozco un
departamento genial a pocas cuadras del centro –
le dijo un día después de que hicieran el amor. Y
Martín aceptó.
Chantal estuvo a punto de lograr borrar de su
mente el deseo del retorno. Un nuevo círculo de
amigos compuesto únicamente por franceses se
abrió para él. Recién había adquirido la
nacionalidad francesa y, por primera vez desde su
llegada, sintió que se estaba adaptando.
Además, no había pasado mucho tiempo
después de la caída de la dictadura cuando esos
compatriotas que partieron ilusionados a rehacer
su vida en su patria volvieron decepcionados a
reinstalarse en Francia para siempre.
Pocas o ninguna posibilidad de trabajo, un
nivel de vida muy inferior al que disfrutaban
hasta entonces en su tierra de exilio lograron
rápidamente desvanecer por completo su
idealizado retorno.
–Imagínate, le comentó un día un retornado, si
en Chile te enfermas y no tienes un cheque para
dejar en garantía, te mueres, no te atienden. Las
familias tienen que estar dispuestas a arruinarse
con tal de pagar los estudios de sus hijos, porque
la buena educación también es pagada, y cara.
Una verdadera mierda, y pensar que yo hace
algún tiempo me hubiese cortado las venas por
regresar.
95
Martín consiguió por entonces un empleo
como conserje nocturno de un hotel y continuó en
el país sin decidirse a regresar, mientras los años
no dejaban su loca carrera hacia adelante.
96
Capítulo veinte
Al salir del oscuro y mal arreglado
departamento ya se veía más gente en la calle.
Martín, cansado, sin respuestas, se sentía además
de sucio, molesto. Cientos de pensamientos le
asaltaban. De aventura, su viaje se estaba
convirtiendo en pesadilla.
–Y ahora qué hacemos –preguntó.
–Esperar a que se comuniquen conmigo.
Tienen que hacerlo, tenemos negocios en
conjunto.
Ambos volvieron a subir al automóvil, sin
hablar. Pato lo dejó en su casa con la promesa de
volver por él a lo más dentro de dos horas.
Martín se duchó y cambió de ropa, y mientras
se afeitaba mirándose al espejo vio su rostro
demacrado acusando la falta de sueño y la
preocupación. No pensó nunca tener que volver a
vivir emociones como esas, pero ya era
97
demasiado tarde para echar pie atrás, debía hacer
frente a los acontecimientos.
Jamás se había considerado un valiente, pero
no era hora de sentir temor. El ex mirista le había
puesto una vez una pistola en la sien, el día en
que se enteró de que había intentado poner a los
demás chilenos en su contra. Lo había amenazado
con matar y hacerlo desaparecer para siempre.
Pero él, cansado de esas bravatas, había sido
entonces capaz de dominar el miedo y mantener
su dignidad desafiándolo a que lo ejecutara de
inmediato, que le reventara los sesos si eso
buscaba y se atrevía.
–Yo sigo teniendo mis dudas acerca de lo que
hacen ustedes con la plata –le dijo.
Y el chico Miguel no le hizo nada, ni un
rasguño, sólo miradas despreciativas que no
matan.
Así mismo debían ser estos traficantes de mala
vida y mala muerte –pensó.
Sin embargo, temía lo que estuviera viviendo
entre ellos Marilú, y al echarse colonia en la cara
se palmoteó las mejillas con sus dos manos frente
al espejo tratando de darse ánimo y recobrar sus
fuerzas.
–Tienes que encontrarla –se dijo.
Más tarde su madre le sirvió desayuno y le
preguntó por Marilú.
–Ella está bien, nos veremos esta tarde.
Se han hecho grandes amigos –continuó su
madre–, pero creí que la niña tenía un carácter de
los mil demonios, según dicen.
98
–A mí me cae bien, eso es todo. Lo que digan
los demás no me importa
–¡Ah! veo que te ha picado fuerte la cosa.
–Mamá, por favor, no se pase ninguna
película.
99
Capítulo veintiuno
Como a la una Pato pasó por él, también
afeitado y viéndose un poco más repuesto. Esta
vez se dirigieron a un restaurante de avenida
Matta, El Pollo Caballo, donde si tenían suerte
encontrarían a alguien para obtener información.
Cuando llegaron el restaurante estaba repleto.
La gente esperaba su turno para que le asignaran
una mesa. Los garzones se veían acelerados
corriendo con sus bandejas llenas de platos y
vasos entre una mesa y otra. El murmullo general
era como el zumbido de una colmena de abejas.
En un rincón del gran salón, en una mesa pegada
a una de las ventanas, se encontraba Javier
Olympo, antiguo amigo de ambos, conversando
animadamente con una morena de sonrisa
impecable y muslos estupendos que lo más bien
podía ser su hija.
Sin importarles si era ese un buen momento, se
acercaron directamente a saludarlo.
100
Javier Olympo había sido siempre un tipo
ostentoso, que aunque no tenía mucha plata le
gustaba pasar por un gran señor. Hablaba y vestía
elegante y se hacía acompañar siempre por
mujeres bonitas. Jugaba también extraordinariamente
al fútbol, afición que compartían los
fines de semana en la cancha, donde Javier
intentaba siempre oficiar como el capitán del
equipo.
Al verlo acercarse Javier miró primero a su
compañera de mesa y enseguida se levantó a
saludarlos.
–Pero, hombre –le dijo–, esto si que es una
sorpresa. Yo te hacía en Europa ganando plata.
Por única respuesta Martín sonrió y le estrechó
la mano, antes de recibir un abrazo.
–No queremos molestarte –dijo Martín–,
aludiendo a su compañera.
–No molestan –respondió–, con ella no tengo
secretos.
–¿Has sabido algo de Sebastián? –preguntó
Pato.
–Supe que andaba de cacería detrás de un
ladrón y desertor. Hace un rato recibí una llamada
suya al celular.
–¿Y dónde está?
–Van en auto hacia el sur, bien acompañado
parece. Volverán esta misma noche. Seguramente
irán a mi casa.
Martín se dio cuenta de la estrecha relación
que existía entre ambos. Estaban metidos en el
mismo negocio.
101
Pero, ¿qué bicho les habrá picado? –se
preguntó–. Ninguno de los dos era de mala
familia. Javier incluso tenía estudios de
ingeniería, no se habría imaginado nunca de él
algo por el estilo. No llevaba más de una semana
en Chile y ya el país le deparaba tamañas
sorpresas.
¿Qué será entonces de mis otros conocidos? –
pensó de repente. Y tuvo ganas de buscarlos e
indagar en sus vidas, para averiguar sobre su
suerte. ¿Sentaron algunos cabeza y lograron
formar una familia, tener hijos y un empleo
estable?
–¿Se sirven algo? –interrumpió Javier.
–No, mejor nos vamos, pero nos veremos
pronto –dijo Martín, y se paró para salir del
restaurante–. Ha sido un gusto. Pato, sorprendido
por la salida de su amigo, se levantó también y lo
siguió sin decir una palabra.
–Si esta noche no la encontramos voy directo a
los carabineros y a los tiras –dijo Martín al salir
del restaurante, tan rápido como si alguien lo
persiguiera–. Estás metido en la misma mafia con
Javier –continuó, acelerado–. ¿No podían haber
encontrado un trabajo más digno?
–Seguro que sí –respondió Pato–, pero no tan
lucrativo. Qué te pasa, de repente pareces un
santo. Puchas que te han cambiado los franceses.
Cambiado los franceses –repitió Martín para sí
mismo en silencio, mientras caminaba sin rumbo
fijo por la avenida Matta hacia el oriente–. Yo
preocupado de proteger mi secreto por temor a
102
que algunos lo tomen a mal y me condenen como
antipatriota o cualquier otra estupidez, con un
cierto sentimiento de culpabilidad encima y estos
metidos hasta la médula en la droga.
–¡Qué ironía! –se dijo–. Si yo, haya hecho lo
que haya hecho, al lado de estos soy un inocente
bebito.
–Lo único que quiero es encontrar luego a
Marilú –le dijo en un tono serio y nada amigable.
Pato subió los hombros, sin comprender, y
siguió caminando a su lado, aunque tuvo también
sus ganas de mandarlo a la cresta. Qué se creía él,
que no había estado ahí sufriendo la falta de
oportunidades de un país tercermundista en
dictadura. Quién era él para juzgarlo. No le
gustaban los moralistas.
En Chile hacía tiempo que la moral no tenía
ninguna importancia, impera sólo el reino de las
leyes, la legalidad. Y a ésta se le encuentran
siempre resquicios para violarla. Así los chilenos
somos todos unos violadores, pensó. Por eso este
negocio de la droga es perfectamente aceptable,
ya que en el fondo lo que manda es la plata –se
dijo.
103
Capítulo veintidós
Chantal no había querido tener hijos
negándose a traer al mundo niños que, según ella,
vendrían sólo a sufrir.
Uno trabajaba de noche y el otro de día, cosa
que por un momento pareció amenazar la
relación. Tenían menos tiempo para hacer el amor
y esa falta de desahogo de la pasión estaba
logrando distanciarlos. Por eso, con el tiempo
debió arreglárselas para dejar su empleo de
conserje nocturno del hotel y poder inscribirse de
nuevo en los programas del seguro de desempleo.
Chantal recibió con beneplácito esta decisión
de Martín y estuvo completamente de acuerdo en
tener que correr con la mayoría de los gastos de la
pareja.
–No hay problema –le dijo–, de ahora en
adelante dormiremos juntos todas las noches. No
habrá necesidad de nadie más.
–¿Es que hay alguien más? –preguntó Martín.
104
–¡Ah! mon cher, no te pongas difícil, nada
importante, olvidémoslo.
Y Martín no se puso difícil. Aunque ya no
podía ser lo mismo, su honor de macho había sido
triturado.
En un principio pensó en mandarla a la
mierda, en pegarle y enseñarle que con él no se
jugaba. Pero, de inmediato comprendió que eso
sería completamente ilógico, ridículo, porque
cosas como esas suc eden a cada minuto entre un
pueblo como el francés. Y además, ¿acaso no
decía ella quererlo a su lado todas las noches?
No habían sido más que aventuras ocasionales,
con las que ella pretendió suplir la ausencia que él
mismo dejaba abandonando su lecho por las
noches.
Así que se quedó. Jugó a ser un hombre
moderno, liberal y progresista. Hizo como si nada
hubiese pasado y continuó haciéndole el amor
noche tras noche, sin exigir reparación, pero sin
poder olvidar ni quitarse el mal gusto.
Chantal lo abrazó. Ella adoraba que él la
hubiese comprendido. “Cosas así suceden
siempre y no tienen mucha importancia”.
105
Capítulo veintitrés
Marilú no paraba de llorar tirada sobre la cama
de una habitación lujosa, donde la mantenían
encerrada. Había pasado una noche terrible,
asustada, temerosa de lo que pudiera sucederle.
Le dijeron que no tenía qué temer, que tomara
esa estadía como una visita, que sólo estaba allí
hasta que su amigo Martín apareciera con un
encargo que le habían hecho.
Gritó, pateó e intentó escapar, pero todo fue
inútil. Un matón incluso quiso golpearla y si no lo
hizo fue porque Sebastián se lo impidió.
– Tranquila, querida, compréndanos. Su amigo
Martín tiene algo que nos pertenece.
–Pídanselo a él, entonces –había respondido.
Luego la encerraron en esa pieza, donde no
había dejado de llorar. ¿Cómo era posible que la
engañara de ese modo? ¿Quién era Martín
realmente?
Tenía miedo que la violaran y mataran. ¿Por
qué la comprometió de esa manera?
106
Sebastián la mandó buscar e intentó seducirla,
sin lograrlo. Se portó como todo un caballero,
pero ella lo único que hizo durante todo ese rato
fue exigirle su libertad.
–Usted no tiene derecho a mantenerme como
un rehén. Esto es un secuestro –le dijo.
Finalmente Sebastián terminó por perder la
paciencia y ordenó que la volvieran a encerrar.
Cuando viera de nuevo a Martín lo arañaría, lo
escupiría y golpearía sin detenerse. Únicamente
rogaba poder verlo para vengarse.
–Debí estar loca al pensar en viajar juntos.
¡Desgraciado!
107
Capítulo veinticuatro
Chileno, tradicionalista, macho y orgulloso,
desde ese día sobrellevó con dificultad los
persistentes fantasmas que lo agobiaron. Muy
pronto, toda aquella adaptación que había creído
adquirir en Francia, desapareció. Volvió a añorar
su tierra y a mirar todo con otros ojos.
–En Chile yo no haría esto –decía–, porque en
Chile la gente es diferente, menos fría y
calculadora. En Chile yo...
Fue tanto lo que habló de su Chile que la
misma Chantal le sugirió hacer un viaje a su
tierra.
–Y vuelves renovado, le había dicho. Pero él
no estaba listo, no se sentía preparado.
Sin embargo, el persistente desempleo y ocio
obligado agudizó su rechazo a todo lo que fuera
francés. Imaginaba que en Chile sería de otro
modo. Amaba ese pueblo que lo había acogido y
aceptado entre los suyos, incluso manteniéndolo.
Pero ya no aguantaba más esa vida marginal, de
108
segundo orden, en medio de gente que vive de
prisa y que no usa desodorante. Se sentía
prisionero en su departamento, liberando sus
tensiones yendo a comprar y consumiendo, su
actividad más habitual.
Uno de esos martes por la tarde, en el salón de
bolos se encontró con Domingo y se enteró de
que había abandonado a Veronique.
–Me cansó la gringa –le dijo–, capaz que ahora
me vaya a chilito a buscar una chilena.
–Y a saludar a los boys scout y a los bomberos
que te perseguían –acotó Martín, riéndose.
–No, si no es broma –continuó Domingo–,
hace tanto tiempo que no voy que me hace falta el
sur de mi país y me estoy olvidando de mi barrio.
Tengo ganas de comerme un sándwich de potito a
la salida del estadio y andar en esas micros llenas
de vendedores ambulantes. Me hace falta respirar
el aire de campo y hasta de cantar la canción
nacional.
Esa noche Martín soñó que bailaba cueca y
comía empanadas bajo un sauce llorón, a la orilla
de un estero, pero también que las sombras
misteriosas de unos ojos espías escudriñaban sus
movimientos. Vio la cordillera de los Andes en su
sueño, nevada y majestuosa; sintió el abrazo de su
madre cobijándolo.
Él era uno entre tantos caminando por las
calles de Santiago, parándose en los quioscos a
leer las portadas de los diarios. Luego, sin saber
como, tenía entre sus manos el grano amarillo de
la arena de las playa de su Chile, y enseguida
109
estaba huyendo de los uniformados como si
fueran una peste.
Al otro día despertó ansioso, se despidió con
un beso de Chantal que se iba al trabajo, tomó
desayuno, se vistió y salió a recorrer las calles del
centro de Saint Brevíns les Pins.
Ese mismo día, llevado por un impulso,
cuando recorría la calle grande frente a la
estación de trenes, entró a una agencia de viajes y
compró su pasaje para hacer que Chile estuviera
decididamente más cerca.
110
Capítulo veinticinco
Javier vivía bien, su casa en un barrio
residencial de la comuna de Ñuñoa era bonita.
Blanca, con tejas chilenas, poseía unos
ventanales que miraban hacia un gran jardín
iluminado por focos que apuntaban hacia las
plantas, y en donde vigilaban dos pastores
alemanes al parecer de muy mal carácter.
Fueron bien recibidos. Al salón de la casa se
entraba por dos enormes puertas de roble y luego
de bajar una pequeña grada. Allí estaban Javier
con su joven amiga, la misma del restaurante. Les
ofrecieron un trago y se sentaron a conversar.
–Y cómo has encontrado Chile –quiso saber
Javier.
–Agitado –respondió Martín–, un país lleno de
peligros.
–Te tengo una sorpresa –continuó el dueño de
casa, mientras se levantaba para ir a tomar algo
desde una pequeña mesa. Y puso en las manos de
Martín su pasaporte francés.
111
–¡Pero cómo!, si me lo robaron.
–Para que veas como es de chico el mundo.
Tenemos contactos: políticos, rateros, curas,
periodistas, prostitutas, todas personas de bien.
Llegó a mis manos esta tarde, cuando me puse a
averiguar sobre ti.
Esto último provocó inquietud en Martín y
sintió como le transpiraban las manos. Tomó un
buen sorbo de whisky y siguió escuchando.
–Estás limpio –continuó Javier–, solamente
hay una ficha tuya como refugiado político en el
servicio secreto, pero ese no es un problema;
muchos de los retornados están ahora en el
gobierno. No existe ninguna orden de detención
en tu contra y por supuesto no estás en la oficina
de informes comerciales, el nuevo purgatorio de
los chilenos –dijo riendo–. Así que alguien quiere
conocerte, alguien importante.
–Por los viejos tiempos –levantó su vaso Pato.
–Por los viejos tiempos –le siguió Javier.
Martín estaba ahí para encontrar a Marilú.
Contaba con que su amigo Pato lo ayudaría. No
era el momento de decir algo equivocado.
–Por los viejos tiempos –dijo también.
112
Capítulo veintiséis
Una hora más tarde la casa se llenó de
hombres con armas y Sebastián hacía su entrada
al salón de la mano de Conchita, una española
brava, antigua agente del servicio secreto y que
ahora era su amante.
Martín se puso tenso e inquieto, pues pensaba
verlo con Marilú.
–Aquí está quien quería presentarte –dijo
Javier, indicando con la mano a su jefe, Sebastián
Arredondo, algo así como nuestro padrino y
protector.
–Así que usted es el famoso Martín Fernández
que se había arrancado con uno de mis paquetes –
dijo Sebastián en tono de broma. No se preocupe.
Ya se aclaró. Sabemos que es inocente.
–Y Marilú, ¿dónde está? –inquirió Martín,
seco, agresivo, cansado de tantas palabras.
–Su amiga está bien, no se preocupe. Se la
devolveremos de inmediato. Está afuera
113
esperando en el auto, custodiada por algunos de
mis hombres.
Martín se puso de pie y pretendió salir del
lugar, pero dos enormes gorilas se lo impidieron.
–Calma, primero quiero hacerle una
proposición. Escuche, puede convenirle. El Pato y
Javier me han hablado de usted, de su coraje, de
cómo se las arregló para salir del país en plena
dictadura, y en como se las ingenió para radicarse
en el extranjero valiéndose de una artimaña, por
medio de un engaño. Yo admiro eso, continuó
Sebastián. Para mí usted es lo que yo llamaría un
hombre de recursos. Le tengo un gran negocio. Se
trata de ingresar al mercado francés una hierba
chilombiana increíble y de competirle al hachich
marrocano. Para eso necesitamos un contacto
valeroso. Es mucha plata. Qué dice.
–Que usted está completamente loco –
respondió Martín.
Sebastián volvió a sonreír y se acomodó en el
sofá mientras la Conchita le servía un vaso de
whisky.
–Me decepciona. No fue esto lo que me
hablaron de usted.
Javier y Pato escuchaban en silencio, sin
interrumpir. Martín quiso pararse nuevamente e
intentar salir, pero otra vez se vio imposibilitado
de hacerlo.
–Pero, ¡qué quiere usted de mí! –le preguntó–.
¡Quiero ver a Marilú!
–Ella está bien, se lo aseguro. Estamos bien
informados –continuó–. Usted vive actualmente
114
de la beneficencia francesa y jamás ha tenido un
empleo como la gente. Conocemos a otros que
como usted no saben si quedarse o regresar. Aquí
en Chile no hay pegas decentes, eso es un hecho,
a no ser que quiera vivir al tres y al cuatro, y allá
en Francia, ya sabe, su destino es vegetar y
vegetar. Nosotros le ofrecemos hacerse cargo de
un negocio que lo convertirá en un rey.
–Parece que usted no me ha entendido –
interrumpió Martín.
–No se me ponga así. Tengo contactos, sabe,
podría hacer que lo encerraran para siempre en
una cárcel criolla, y no volvería a verle la nariz a
la ciudad –le dijo cambiando un poco de tono–. A
su amiga se la comerían mis hombres, todos mis
hombres.
–¡Tranquilos! –tuvo que interrumpir Javier,
llamándolos a la calma.
Martín volvió a sentarse y miró a su amigo
Pato, implorando por ayuda.
–Sebastián –dijo entonces Pato, sacando la
voz–, a lo mejor sería bueno que lo piense,
démosle un tiempo prudente.
–¿Ustedes se encargarán de convencerlo?
Martín se paró por tercera vez y los hombres
lo dejaron el paso. Poco a poco fue apurándose
hasta atravesar el jardín.
–¡Marilú! –gritó, y más allá se encontró de
frente con el Mercedes donde la vio apenas a
través de los vidrios.
Ella abrió la puerta y salió corriendo para
arrojarse a sus brazos.
115
–¡Martín, Martín, mi querido Martín, sácame
de aquí!
La tomó con fuerza del brazo y armado de
valor pasó a través de los dos guardias que la
custodiaban, abrió una pequeña puerta de fierro y
salieron a la calle para alejarse lo más rápido
posible.
116
Epílogo
Cuando se sintieron lejos y tomaron un
respiro, jadeando y transpirados, Martín le dijo:
–Mañana mismo vuelvo a Francia, ¿Vienes
conmigo?
Y Marilú le respondió, como si se hubiera
destapado:
–¡No quiero verte nunca más! ¡Aléjate,
Aléjate! –gritaba a todo dar, rechazándolo y
apartándose, caminando hacia atrás sin dar la
espalda, tres o cuatro pasos, hasta por fin correr y
desaparecer.
Martín se derrumbó ahí mismo, quedó tirado
de espaldas sobre el pavimento, con los brazos
abiertos mirando fijamente las nubes del cielo,
pronunciando una sola palabra:
–¡Merde! ¡Merde! ¡Merde!